La mujer de detrás del cristal

8 Feb

A media tarde regresa a casa después de detenerse a comprar algo para la cena. Dentro del coche no tiene frío, aunque tampoco calor, y escucha una emisora cualquiera. Prefiere eso a llevar siempre las mismas voces acompañando sus silencios. Suele bajar la ventanilla del copiloto. En cierta ocasión había visto una película estadounidense en la que la protagonista, de su misma estatura y volumen, era estrangulada desde fuera por un delincuente común que, desliada la trama, resultaba ser su examante. Desde entonces, nunca dejaba entrar el aire por su ventanilla, sino por cualquier otra, y tampoco preguntaba a los demás pasajeros, cuando los había, si les importaba. Como si el miedo tuviera malos modales.

La mujer de detrás del cristal ve pasar edificios, postes de luz, tranvías, peatones, luces, papeleras, anuncios, postes de luz, cabinas telefónicas, asfalto, postes de luz, edificios, vacío, campo, pájaros en bandada. Secuencias cíclicas en un camino que podría ser perpetuo de no quererlo así su condición de empleada, madre, hija de, divorciada, presidenta de su comunidad de propietarios, aficionada al cine. Se le ocurre que todo lo que no sucede en esas idas y venidas es puro contexto.

Por el retrovisor central observa a otros conductores, quienes, hundidos en sus asientos, tienen mucha prisa en llegar. Se siente superior porque ella lleva tanto tiempo de camino a que ha dejado de estar preocupada por los minutos que le roba el día. Cuanto menos piense en lo que ha perdido, tanto menos perderá. Se mordisquea las uñas, traza distancias imaginarias y confía en preparar a tiempo esa receta que a su compañera le sale muy bien. Noticias de última hora. Otro atasco. El sol se pone sobre su espalda.

La mujer de detrás del cristal da limosna a uno de cada cuatro que se la piden. Lo hace así por convicción estadística: solo una de cada cuatro personas en general merece su atención; solo uno de cada cuatro familiares directos le cae bien; solo uno de cada cuatro colegas de trabajo podría describirse como mínimamente competente. El 25 % de los que pide ayuda de verdad la necesita, y es por eso que rebusca en su bolso unas monedas para echar en su vaso o dejar caer en la mano negruzca que acecha su ventanilla. Los mendigos avanzan entre su coche y los demás, sin reparar siquiera en que han sido objeto de criba, cerrando el intercambio calderilla-gracias en un plazo inferior al previsible.

Repasa las tareas de lo que queda de tarde y de esa misma noche, la lista de asuntos pendientes que, como un escritorio sin ordenar, se agolpan a la puerta del piso, a la espera de que llegue quien ponga fin al desbarajuste. Dentro del coche aún puede escuchar los chillidos de veinticuatro horas atrás, cuando el niño pequeño no quiso comerse la cena recalentada porque era verde, y su padre se quedó sin la paciencia imprescindible para persuadirlo de que ningún sonido, por estrepitoso que fuera, lo libraría de hacer la digestión. Se rasca las sienes, en aparente preocupación, y sonríe a otra mujer que hace carantoñas al bebé del asiento del copiloto.

La mujer de detrás del cristal con frecuencia no sabe dónde poner las manos. Le echa la culpa a pasar tantas horas dentro de su vehículo, donde dormitan sobre el volante igual que moscas en restos de dulce seco, a salvo de elegir dónde posarse. Percibe que esas manos, colgajos de sus propios brazos, penden en libre albedrío mientras ella presenta los resultados del ejercicio, en la sala de juntas, y no le responderán cuando deba señalar el panel con las cifras. Casi siempre sale del brete pasando la palabra a algún compañero que disimule por ella su inquietud, a cuenta de un agradecimiento en forma de sonrisa, encogimiento de hombros y/o regalo de cumpleaños. Cuando todo termina, confía en hacerlo mejor la próxima vez, pero ni ella misma es capaz de engañar a la presión que la empuja por dentro.

Este trayecto se le está haciendo particularmente insoportable porque, sin saber cuándo acabará, nota unas ganas enormes de hacer pis. Desconoce cuánto embotellamiento soporta la vejiga humana, pero recuerda que los osos despiertan un par de veces durante la hibernación para orinar. Quizá lograría resistir unas horas, durante las cuales la mayoría de sus funciones vitales se anularía, como si hibernara, hasta que viera su portal y saliese corriendo en dirección al cuarto de baño.

La mujer de detrás del cristal sigue las gotas de lluvia sobre el vidrio y se esfuerza en adivinar el sitio por el que morirán: si será cuando se crucen con otras, o justo al final de la ventanilla, al borde de la puerta. Atónita, descubre que muchas de ellas siguen la costumbre del viento y desaparecen sin más.

 

 

 

 

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