Dependiendo del día, incluso del momento, logra dominar los suspiros. Le llegan a borbotones, igual que náuseas insípidas a punto de empujarlo al váter. Poco a poco y desde que se puso en manos de un psicólogo, va conteniendo esos sonidos cuya carga emocional le ha costado más de una sorpresa desagradable. Como aquella vez que una mujer, en el trayecto Madrid-Sevilla, creyó entender que estaba buscando comprensión y afecto, proximidad física. Dejar claro que se trataba de una respuesta corporal sin destinatario le costó el resto del viaje.
El hombre que no quiere dormir suspira porque no duerme, en una cadena de respuestas corporales de la que le gustaría culpar a su mente. Es abogado en un bufete con presencia en Madrid, Londres, Tokio, Nueva York, aunque él solo viaja lo justo para desplazarse de casa a la oficina. Los sitios que no son su ciudad le parecen escenarios en películas, y siempre pasa por ellos tan deprisa como si tuviera frío.
Le gustaría preferir trabajar menos, tener aficiones, esquiar, saber hacer pan, pero ha encontrado cierto confort en pasar dieciséis horas en su despacho, rindiendo o no, simplemente aparcado. Al principio, creía que el tiempo se detendría entre aquellas tres paredes y un panel, que nada habría cambiado al salir. Sin embargo, el hombre que no quiere dormir descubrió pronto que dejar correr el tiempo reportaba, en casos como el suyo, enormes ventajas, al permitirle seguir viviendo sin tener que hacer frente a las operaciones más comunes de la humanidad. Sentir, opinar, resolver.
Si asalta su memoria la imagen que menos desea ver, se concentra en una sentencia firme o en la línea argumental que pretende plantear para un cliente. Solo así evita recrear la cabezada, el susto, una luz frontal y deslumbrante, el estruendo, el cataclismo de hierros. El sueño y el despertar.
Cuando todo volvió en sí, nada era lo que había sido, y las personas que estaban tampoco seguían alrededor. Escocía recordar tanto como que le curasen arañazos y cortes. Empezó a no querer dormir, en parte para impedir que la historia volviera a destruirlo, en parte para ser siempre muy consciente de su propia fatalidad.
Las noches son dictaduras para el hombre que no quiere dormir. Le imponen cerrar los ojos y dejarse ir, abandonarse a la suerte de los ronquidos. Él salva su intemperie con una manta de cuadros y el termo de café, atisbando por la ventana la asimetría de las cosas que suceden en vigilia. Resiste, compensando los empujones de un bostezo con la determinación de curar sus heridas.
Al amanecer, se retoman las causas, otra vez las personas tienen claro hacia dónde se dirigen. Con el sol, vuelve el mundo a girar en el sentido que marcan los relojes, y el hombre que no quiere dormir aprovecha la ventaja de marchar al compás para refugiarse en su rincón, prendido el ordenador, abiertos los códigos de leyes, ensimismado al parecer.
Su jefe quiere verlo, en su despacho, antes de comer. Cree que debe cogerse las vacaciones y escapar de la tensión provocada por sus últimos encargos. La tensión podría ponerlo en apuros no tardando mucho, le explica, y el bufete precisa contar con él en plena forma. No me quites esto, le pide. No me obligues a dormir.