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El hombre que no quiere dormir

9 Feb

Dependiendo del día, incluso del momento, logra dominar los suspiros. Le llegan a borbotones, igual que náuseas insípidas a punto de empujarlo al váter. Poco a poco y desde que se puso en manos de un psicólogo, va conteniendo esos sonidos cuya carga emocional le ha costado más de una sorpresa desagradable. Como aquella vez que una mujer, en el trayecto Madrid-Sevilla, creyó entender que estaba buscando comprensión y afecto, proximidad física. Dejar claro que se trataba de una respuesta corporal sin destinatario le costó el resto del viaje.

El hombre que no quiere dormir suspira porque no duerme, en una cadena de respuestas corporales de la que le gustaría culpar a su mente. Es abogado en un bufete con presencia en Madrid, Londres, Tokio, Nueva York, aunque él solo viaja lo justo para desplazarse de casa a la oficina. Los sitios que no son su ciudad le parecen escenarios en películas, y siempre pasa por ellos tan deprisa como si tuviera frío.

Le gustaría preferir trabajar menos, tener aficiones, esquiar, saber hacer pan, pero ha encontrado cierto confort en pasar dieciséis horas en su despacho, rindiendo o no, simplemente aparcado. Al principio, creía que el tiempo se detendría entre aquellas tres paredes y un panel, que nada habría cambiado al salir. Sin embargo, el hombre que no quiere dormir descubrió pronto que dejar correr el tiempo reportaba, en casos como el suyo, enormes ventajas, al permitirle seguir viviendo sin tener que hacer frente a las operaciones más comunes de la humanidad. Sentir, opinar, resolver.

Si asalta su memoria la imagen que menos desea ver, se concentra en una sentencia firme o en la línea argumental que pretende plantear para un cliente. Solo así evita recrear la cabezada, el susto, una luz frontal y deslumbrante, el estruendo, el cataclismo de hierros. El sueño y el despertar.

Cuando todo volvió en sí, nada era lo que había sido, y las personas que estaban tampoco seguían alrededor. Escocía recordar tanto como que le curasen arañazos y cortes. Empezó a no querer dormir, en parte para impedir que la historia volviera a destruirlo, en parte para ser siempre muy consciente de su propia fatalidad.

Las noches son dictaduras para el hombre que no quiere dormir. Le imponen cerrar los ojos y dejarse ir, abandonarse a la suerte de los ronquidos. Él salva su intemperie con una manta de cuadros y el termo de café, atisbando por la ventana la asimetría de las cosas que suceden en vigilia. Resiste, compensando los empujones de un bostezo con la determinación de curar sus heridas.

Al amanecer, se retoman las causas, otra vez las personas tienen claro hacia dónde se dirigen. Con el sol, vuelve el mundo a girar en el sentido que marcan los relojes, y el hombre que no quiere dormir aprovecha la ventaja de marchar al compás para refugiarse en su rincón, prendido el ordenador, abiertos los códigos de leyes, ensimismado al parecer.

Su jefe quiere verlo, en su despacho, antes de comer. Cree que debe cogerse las vacaciones y escapar de la tensión provocada por sus últimos encargos. La tensión podría ponerlo en apuros no tardando mucho, le explica, y el bufete precisa contar con él en plena forma. No me quites esto, le pide. No me obligues a dormir.

La mujer de detrás del cristal

8 Feb

A media tarde regresa a casa después de detenerse a comprar algo para la cena. Dentro del coche no tiene frío, aunque tampoco calor, y escucha una emisora cualquiera. Prefiere eso a llevar siempre las mismas voces acompañando sus silencios. Suele bajar la ventanilla del copiloto. En cierta ocasión había visto una película estadounidense en la que la protagonista, de su misma estatura y volumen, era estrangulada desde fuera por un delincuente común que, desliada la trama, resultaba ser su examante. Desde entonces, nunca dejaba entrar el aire por su ventanilla, sino por cualquier otra, y tampoco preguntaba a los demás pasajeros, cuando los había, si les importaba. Como si el miedo tuviera malos modales.

La mujer de detrás del cristal ve pasar edificios, postes de luz, tranvías, peatones, luces, papeleras, anuncios, postes de luz, cabinas telefónicas, asfalto, postes de luz, edificios, vacío, campo, pájaros en bandada. Secuencias cíclicas en un camino que podría ser perpetuo de no quererlo así su condición de empleada, madre, hija de, divorciada, presidenta de su comunidad de propietarios, aficionada al cine. Se le ocurre que todo lo que no sucede en esas idas y venidas es puro contexto.

Por el retrovisor central observa a otros conductores, quienes, hundidos en sus asientos, tienen mucha prisa en llegar. Se siente superior porque ella lleva tanto tiempo de camino a que ha dejado de estar preocupada por los minutos que le roba el día. Cuanto menos piense en lo que ha perdido, tanto menos perderá. Se mordisquea las uñas, traza distancias imaginarias y confía en preparar a tiempo esa receta que a su compañera le sale muy bien. Noticias de última hora. Otro atasco. El sol se pone sobre su espalda.

La mujer de detrás del cristal da limosna a uno de cada cuatro que se la piden. Lo hace así por convicción estadística: solo una de cada cuatro personas en general merece su atención; solo uno de cada cuatro familiares directos le cae bien; solo uno de cada cuatro colegas de trabajo podría describirse como mínimamente competente. El 25 % de los que pide ayuda de verdad la necesita, y es por eso que rebusca en su bolso unas monedas para echar en su vaso o dejar caer en la mano negruzca que acecha su ventanilla. Los mendigos avanzan entre su coche y los demás, sin reparar siquiera en que han sido objeto de criba, cerrando el intercambio calderilla-gracias en un plazo inferior al previsible.

Repasa las tareas de lo que queda de tarde y de esa misma noche, la lista de asuntos pendientes que, como un escritorio sin ordenar, se agolpan a la puerta del piso, a la espera de que llegue quien ponga fin al desbarajuste. Dentro del coche aún puede escuchar los chillidos de veinticuatro horas atrás, cuando el niño pequeño no quiso comerse la cena recalentada porque era verde, y su padre se quedó sin la paciencia imprescindible para persuadirlo de que ningún sonido, por estrepitoso que fuera, lo libraría de hacer la digestión. Se rasca las sienes, en aparente preocupación, y sonríe a otra mujer que hace carantoñas al bebé del asiento del copiloto.

La mujer de detrás del cristal con frecuencia no sabe dónde poner las manos. Le echa la culpa a pasar tantas horas dentro de su vehículo, donde dormitan sobre el volante igual que moscas en restos de dulce seco, a salvo de elegir dónde posarse. Percibe que esas manos, colgajos de sus propios brazos, penden en libre albedrío mientras ella presenta los resultados del ejercicio, en la sala de juntas, y no le responderán cuando deba señalar el panel con las cifras. Casi siempre sale del brete pasando la palabra a algún compañero que disimule por ella su inquietud, a cuenta de un agradecimiento en forma de sonrisa, encogimiento de hombros y/o regalo de cumpleaños. Cuando todo termina, confía en hacerlo mejor la próxima vez, pero ni ella misma es capaz de engañar a la presión que la empuja por dentro.

Este trayecto se le está haciendo particularmente insoportable porque, sin saber cuándo acabará, nota unas ganas enormes de hacer pis. Desconoce cuánto embotellamiento soporta la vejiga humana, pero recuerda que los osos despiertan un par de veces durante la hibernación para orinar. Quizá lograría resistir unas horas, durante las cuales la mayoría de sus funciones vitales se anularía, como si hibernara, hasta que viera su portal y saliese corriendo en dirección al cuarto de baño.

La mujer de detrás del cristal sigue las gotas de lluvia sobre el vidrio y se esfuerza en adivinar el sitio por el que morirán: si será cuando se crucen con otras, o justo al final de la ventanilla, al borde de la puerta. Atónita, descubre que muchas de ellas siguen la costumbre del viento y desaparecen sin más.

 

 

 

 

El hombre que se quedó sin empleo

7 Feb

El hombre que se quedó sin empleo suele huir de su casa a las 10.00 h. Desayuna apresurado, con la mala conciencia de llegar tarde, porque cree que ya se levantó tarde. Desde que lo despidieron, no ha dejado de poner el despertador. Su mujer le aconseja de vez en cuando que abandone esa costumbre tan dañina de asustarse cada mañana sin motivo. Él prefiere seguir haciendo como si cada cosa fuera igual que antes de odiar tener todo el tiempo del mundo en forma de jornada.

Se ducha después de su mujer, prepara ropa y tostadas para que beban juntos el café. Al menos, conservan un rato de lo que solía ser tan normal que incluso había llegado a despreciarlo. Luego, ella se marcha y lo deja recogiendo de las cuerdas la ropa seca, amontonando trastos en el salón. Desde que sus hijos se mudaron de casa, el matrimonio se había vuelto más desordenado.

Cuando todo está en su sitio, el hombre que se quedó sin empleo reprime un suspiro de ansiedad y se repite que ha de estar tranquilo, aprovechar el hueco para mejorar lo que le disgustaba tanto. Aunque, si lo piensa, no es capaz de recordar qué era aquello tan irritante de su vida previa, a qué se refería su rabia. Cuando has perdido algo, cuesta demasiado seguir creyendo que era malo. Como si en vez de haber dejado de tener un empleo, se le hubiera muerto un hermano con quien discutía a menudo, y hubiera empezado a quererlo mucho cuando ya no vivía.

El hombre que se quedó sin empleo está harto de buscar trabajo por Internet. Odia el ratón del ordenador, las absurdas combinaciones de teclas para alcanzar operaciones como insertar un archivo, copiar texto, hipervincular. Si le dieran una moneda por cada vez que sus datos personales desaparecían de la pantalla engullidos por un proceso interno de la computadora, sería rico y no necesitaría un empleo. Si él fuera quien condujese un proceso de selección, nunca contrataría a alguien que se hubiera pasado semanas hipervinculando. Un proceso de selección, dice. Tras una larga temporada adaptándose a ser alguien que necesita que lo llamen, había empezado a hablar como las personas que querría que lo llamaran.

Ya en la calle, se acerca a comprar el pan. El dependiente, un viejo desdentado y antipático, ha dado por hecho su situación y ya no le extraña despacharle a esas horas. Cuando transcurre el tiempo razonable para dejar de estar enfermo, si no te has ido al otro barrio, es que estás en paro, lo escucha barruntar. Al hombre que se quedó sin empleo le molesta que ese viejo le esté preparando la barra de pan antes de que se cierre tras él la puerta. Daría un dedo de la mano por volver a ser imprevisible, a tener prisa, a demorarse. A estar donde no se le supone.

Da un paseo, pero martes, jueves y sábados corre. Corre y adelanta a los que son como él, que solo pueden camuflarse los fines de semana, cuando parece que ir en chándal le queda bien a todo el mundo. Cuando los pasa volando, se siente un poco menos desempleado y un poco más al mando.

Prepara la comida, algo ligero y que no ensucie mucho. Devolver la cocina a su estado originario le cuesta cada día más. Ha dejado de escuchar las noticias, y se hace acompañar por una melodía ligera del programa que en la FM a esas horas casi nadie escucha. Mientras parte el filete o espinza el pescado, observa las migas que el pan del viejo desparrama sobre el hule. Los tipos sin empleo no merecen comer en un mantel, afirma, y amontona las migas con el pulgar y el índice, hasta formar cordilleras de juguete.

El hombre que se quedó sin empleo trata de no dar cabezadas ni dormir la siesta. Se pelea contra la naturaleza de un sueño que vence su voluntad, con el sonido de la televisión al fondo. Cree que si se queda dormido perderá el control de las horas que le faltan al día, y entonces no podrá decidir ni estará preparado para reaccionar, ni sabrá cómo. Así que nunca se tumba en el sofá; no sube los pies ni se recuesta en el sillón. Prefiere sentarse en la silla más incómoda del salón y ver un programa de noticias económicas, para aprender qué está pasando a gran escala que se ha llevado por delante lo cotidiano. No entiende nada, no lo comprende. Cuando los presentadores dan paso a la información bursátil, apaga el televisor y se va a hipervincular.

 

El hombre que siempre lleva flores

6 Feb

Debe la costumbre a su madre, una mujer de pueblo que jamás regresaba del paseo vespertino sin su ramito de flores. Le gustaba recogerlo a orillas del sendero, junto a un río que cien años después habían comido los rastrojos y esa sequía que ya figuraba en los libros. A veces eran violetas, y otras, margaritas, aderezadas con tallos verdes de plantas sin nombre.

El hombre que siempre lleva flores aprendió que una casa adornada y llena de colores esquiva mejor los ratos tristes, porque a cualquier visitante lo persuaden el olor dulce de los tulipanes, la elegancia de unos narcisos o lo clásico de un manojo de rosas. Llamar la atención es la especialidad de las flores, capaces de ocultar que va tocando limpieza o que los muebles tienen décadas a la espalda.

Suele comprar flores en el puesto de la plaza que hay junto a la sucursal bancaria en que sabe trabajará el resto de su vida. Esta circunstancia no es buena ni mala, sino un hecho que solo el infortunio se llevaría por delante.

La florista le despacha siguiendo un orden milimétrico de su estado de ánimo, ajustado a la temporada. No hay mejor cliente que ese, que compra flores porque le gustan, y no para regalarlas a su esposa o visitar a un enfermo. Por eso le adjunta cuando puede una flor a solas, de otra clase y color, para que la lleve en la mano y se aprenda de memoria sus características principales, y busque en Internet dónde crece y qué necesita, a qué sentimientos se asocia, su tasa de supervivencia, su nombre en latín.

El hombre que siempre lleva flores se dio cuenta de que las mujeres aprecian su gesto porque presumen que una de ellas será la destinataria de los ramos. Le gustaría contarles la verdad a todas, pues ni siquiera la que cenará con él podría apropiarse de su gesto. No obstante, tampoco desaprovecha la oportunidad de que lo crean sensible, interesante y adulador, cosas que benefician su reputación en el banco, con las señoras de edad y acaudaladas, y mejora la atención que le dispensan en casi todos los comercios del barrio. Quién no se aprovecharía de una imagen tan propensa a lo anormal.

Su mujer coloca los ramos de flores en jarrones comprados en numerosos países, que han superado la prueba de viajar envueltos en chaquetas y comprimidos en bolsas de viaje. Son, como le gusta llamarlos, «recipientes transoceánicos, intercontinentales, ultragalácticos», y albergan en pocos centímetros cúbicos muchas de las alegrías de su casa.

Distribuir hojas y ramas, desdoblar pétalos, todo eso lo hace ella dentro de un proceso automático durante el cual nada de lo demás apremia. El hombre que siempre lleva flores se desviste, mientras tanto, y se prepara para que ambos saquen a pasear al perro, un cocker spaniel que los recibe enredándose en sus piernas, ajeno a las decisiones del día de las personas, impaciente por acercarse a un árbol.

Los dos juntos salen del piso vestidos de informal, la correa del perro en la mano del hombre, una bolsita para recoger los excrementos, en la de la mujer. Durante los veranos, las faldas de algodón de ella recrean la panorámica de una sombrilla a pie de playa, y entonces resulta más fácil asumir que a esa jornada seguirá otra, también laboral, hasta que a mediados de julio carguen el coche con dirección a la costa. Hacer planes en mitad del calor urbano los convierte en un matrimonio convencional. Cuando pasean en dirección al parque, solo se les vienen a la memoria la caléndula y la verbena, dos flores que únicamente crecen con sol.

 

La mujer que duerme en el hospital

5 Feb

Aprieta con las manos un pañuelo de flores. Los primeros días, el pañuelo está mojado por las lágrimas y el agua de su nariz. A medida que pasan las semanas, ya seco, lo utiliza para entretener el tiempo cuando camina, pasillo arriba y abajo, y estirar las piernas o dejar que limpien la habitación. No es el mismo pañuelo, pero ninguna de las personas que la ve piensa en eso.

La mujer que duerme en el hospital no es una paciente. Tampoco dedica demasiados minutos a recordar cómo era su vida antes del ingreso, cuando se maquillaba para ir a trabajar. Cuando quedaba con unas amigas para cenar. Cuando telefoneaba para pedir cita con el dentista. A veces, en mitad de la noche y en vela, piensa en que un pequeño fallo del cuerpo basta para destruir la rutina más estable. Ese picor, una inoportuna parálisis, sangre en la ropa, dolor.

No se queja pese a que hace meses que no duerme profundamente dos horas seguidas. Las canas se han adueñado de su cabello, como los tics del resto de su esqueleto. En cuanto deja de obsesionarse con no hacerlo, se mordisquea las uñas, masajea el lóbulo de su oreja izquierda, guiña ambos ojos, tiembla. La carne y los huesos corren, separados del cerebro y su libreto con órdenes.

La mujer que duerme en el hospital ha construido un hueco en el diminuto armario que hay a los pies de la cama. Allí guarda jabón, el cepillo de dientes y crema hidratante. Ocuparse de alguien significa descubrir lo poco que casi nada es necesario, las cosas que sobran, los vacíos.

Mira por la ventana, mientras desea que el pronóstico mejore, y al cabo de varios días, quiere que lo que deba ocurrir pase cuanto antes, como si llamar a la desgracia fuera suficiente para conseguir aceptarla deprisa.

Acaricia la mano de la persona que, tendida en la cama, solo puede ofrecer su gesto manso por efecto de la química. Cierra los ojos y se esfuerza en revivir escenas felices de ese pasado que en el hospital parece no haber tenido lugar. Pero no puede; los ruidos del hospital interfieren en las imágenes, las borran y acaban con todo trazo de lo bueno.

La mujer que espera en el hospital sabe que esos episodios ocurren, que los malos ratos conllevan malos días, peores años, tragedias. También sabe, porque ya lo ha visto o lo ha vivido, que el final de tales historias da luego paso a una oscuridad desvelada poco a poco. Será otra vida, sin la persona tendida en la cama. No la suya de antes, sino otra, suya también, pero distinta. A estrenar. Sin embargo, no tener constancia de que aquello acabará tampoco supone un consuelo. Es, más bien, parada obligatoria para seguir el viaje.

Se recoge el pelo para prolongar su apariencia aseada. Le disgusta ser capaz de renunciar a toda la coquetería, a un poco de perfume o un peinado cuidadoso. Cree que ninguna mujer debería verse obligada a la austeridad de los acompañantes. La belleza afeada empeora el panorama. Ella lo siente más hondo cuando llegan las rondas de médicos y enfermeros que huelen bien, a colonia y a descanso, que visten ropa planchada y fueron a la peluquería el día anterior. Se pregunta qué pensarán de toda esa gente enferma o rodeada de pálidos en pie que arrastran en silencio su temor de a todas horas. Médicos y enfermeras llegan, interrogan, responden, y después se marchan, y a su espalda queda un cuarto de presencias transitorias.

La mujer que duerme en el hospital conoce de memoria la programación de los canales de la televisión. La deja de fondo para abstraerse del rumor de las máquinas, de los pitidos, las toses y las quejas. Pero ningún ruido silencia lo que no se quiere oír.

Si acuden visitas, personas de fuera que llevan noticias, agradece su delicadeza e interés, aunque no tarda demasiado en desear que se marchen. Lejos de renunciar a la compañía de parientes y conocidos, no es capaz de controlar su tendencia a parecer desolada. Sabe, porque también lo sabe, que la desolación incomoda, así que no quiere disgustar a nadie.

Cada noche, agradece el rato de silencio que sigue al cambio de turno.

La mujer que duerme en el hospital extraña la intimidad de su casa. No está segura de ser capaz de retomar lo agradable con la celeridad necesaria como para hacerlo naturalmente. Sonríe poco, y casi siempre, a quien está metido en la cama. Ella no está conforme con su última tendencia a dejarse ir. Opina que ambos le deben a la enfermedad un respeto, y por ello, la mayor resistencia que jamás plantaron frente a nada. Se le hace insoportable que perder signifique asimismo morirse.

En secreto, quiere hacer planes que la empujen a una felicidad diferente a la que ya tuvo. Sueña con palmeras, rascacielos y reuniones de antiguos alumnos. Tiene la sensación de que debe ver el mundo desde otro lado hasta que el suyo propio cicatrice bien. Cuando quiere darse cuenta, es tarde y conviene cerrar los ojos. La mujer que duerme en el hospital debe descansar un poco antes de seguir esperando.

La mujer que espera

4 Feb

La ves a la puerta de cualquier sala, en llegadas internacionales. Una ciudad, y en su extrarradio, el aeropuerto. Ella ha llegado temprano porque le gusta repasar los espacios en los que aguarda, encontrar en seguida el punto exacto donde la verá, por vez primera, el viajero, ya sea su pareja, un hermano que vive lejos, o los padres, que regresan de su viaje siempre pospuesto para celebrar el cuadragésimo aniversario de boda.

La mujer que espera es, sobre todo, alguien que prefiere reparar en las demás personas que estiran el cuello para investigar si su ser querido está ya en la cinta de equipajes. Ella pasea, nerviosa y expectante, por los pasillos. Detecta pelusas y chicles del suelo, minúsculos trozos de plástico y papeles de caramelo, pequeños objetos perdidos. Hay tanto de rotundo en los residuos abandonados adrede en el suelo que limpian extraños… Se fija en una trabajadora de la limpieza cuya mopa enfila las esquinas a pesar de que su tamaño gigante le impedirá arrebañar toda la suciedad de una tacada. Allí quedará, abandonado, el resto. Piensa en cuánta voluntad se desperdicia para hacer desaparecer los restos.

La mujer que espera sopesa concienzudamente en qué cafetería tomará la última infusión de su soledad de víspera. Al final, escoge esa donde el camarero se esfuerza por hacer del suyo un local agradable. Lo distingue por las flores frescas del mostrador y el plumero escondido entre la cafetera y un armario.

Bebe a sorbos té rojo y revisa, por encima de la taza, el panel de vuelos. Su vistazo recorre un mapa imposible de ciudades en continentes cambiados.

La mujer que espera tiene muy en cuenta el transcurrir del tiempo. No es la primera ni será la última ocasión en que acuda a recibir a alguien. La costumbre de dar bienvenidas ha dado paso a un talento para disfrutar la tranquilidad que precede a los encuentros largamente anhelados. Tantas expectativas, todos los últimos recuerdos de un golpe, como en liquidación, casi al borde de un número nada recomendable de pulsaciones. Será mejor un beso apasionado o ese abrazo que expresa con vehemencia cuánto se echó de menos. Acertar, en medio de semejante arrebato, la distancia apropiada a otro cuerpo.

Los aeropuertos representan hábitats donde la mujer que espera confía en garantizarse la supervivencia. Por más que la empuje su propia sensación, ya sea de congoja por no estar a la altura del instante, ya de júbilo por recuperar la compañía, controla el ciclo de acontecimientos. Detecta quiénes van poco a buscar a alguien y cuáles de ellos han hecho de esa tarea su profesión en la familia.

El intercambio de frases hechas sobre las incidencias del vuelo o la seriedad de la compañía, las condiciones climatológicas de ciertos lugares, la casualidad. Cualquier etcétera es bueno para que muchos extraños que esperan entablen conversación y acepten el porqué de la no llegada. Entonces, aún la rutina es la que era antes de hacer estragos el tren de aterrizaje, de devolver a hombres y mujeres al sitio en que previamente no estaban.

La mujer que espera no gasta energía en comprobar quiénes salen cuando se abren las puertas automáticas. Durante unos segundos, alguien vulgar podría ser una estrella de cine o un deportista de élite. Ella conoce el ritmo de apertura, que se acelera según arriban los vuelos de pasaje completo, procedentes casi siempre del verano. Sabe que si llega alguien conocido, el alboroto anormal y los flashes la avisarán. De orígenes más aburridos, asociados a apretones de manos y maletines, llegan vuelos silenciosos, cargados de trajes grises que pelean con teléfonos móviles para recuperar la cobertura.

La mujer que espera ya no lleva flores, ni globos, ni pancartas de bienvenida porque ha comprendido que el tumulto empeora la parte de un recibimiento que se salda con contacto físico. Es poco confortable espachurrar un ramo de colores entre dos cuerpos convulsos, o arrugar un cartel dibujado por los niños, o dejar escapar los globos hacia el techo técnico de la terminal. Por eso acude vestida muy simple, con gabardina en días de lluvia, o mocasines si aprieta el calor. Los tonos discretos le permiten confundirse con quienes son pasajeros, aun cuando ella volverá a su casa sin la necesidad de comprobar que en los techos no hay goteras y de regar las plantas.

Ha pasado el plazo en que estar relajada formaba parte del ritual. Ya podría suceder cualquier cosa, desde una cancelación inesperada a la contrariedad del extravío de equipaje. Queda superado el límite para disfrutar del rato que le queda antes de que la mujer que espera pase a otra cosa junto a alguien que hasta entonces no estaba ahí. Solo queda predecir, en silencio, cuáles de los compañeros de espera sabrán soportar las consecuencias de no ver cumplido un deseo. El no regreso de otra gente supone para sus parientes retos imposibles.

La mujer que espera coge aire y retoma la lectura del libro que había sacado de su bolso antes de empezar a esperar. Ha llegado el momento de improvisar.

 

 

 

El hombre del balcón

3 Feb

A menudo surge la duda de si otros vecinos lo ven, si se han fijado en que, a lo largo de los últimos meses, tiene más canas y menos papada, más mirada de viejo. Preguntarse si el resto de la gente aprecia el paso del tiempo ha dejado de ser correcto en un entorno hostil, como el ascensor, o amable, como la cola de la compra. Hoy parece que fijarse en otro sienta mal incluso a quien lo hace.
El hombre del balcón da la impresión de no tener medida. Puede pasar horas oteando un horizonte tan breve como los seis metros que separan la fachada de su piso del bloque contiguo, parte de un decorado proletario casi histórico. Quizá no tenga nada mejor que hacer, o quizá sí y prefiera dedicarse a esto como un cualquier otra cosa que acorte su espera. Aguarda, tal vez, un momento mejor que lo desatasque y lo saque del balcón, un respiro, una alegría. La llegada de un nieto a su familia, un diagnóstico positivo en la presunta enfermedad de la esposa que arrastra bolsas con decenas de pequeños paquetes, a consumir entre dos, la victoria fácil de su equipo de fútbol de siempre sobre un rival muy superior.
No hay forma de trazar la pauta del hombre en el balcón. Sale a destiempo, cuando ya se puso el sol, o muy de mañana, justo al alba, sin que en su mirada se adivine si pretendía disfrutar de los colores. Su presencia llama a lo casual, pero sin poesía. El hombre del balcón no maneja el azar ni por asomo. Su cotidianidad desconoce que la lírica puede llegar a interponerse en el destino doméstico mucho más de lo que a menudo se cree. Pisar la pastilla de jabón en la bañera, adivinar caras en un gotelé mal dado, perderse en lo mediocre del discurso televisivo, dormitar en la sobremesa junto a un gato que busca sin disimulo el radiador. Todos los pequeños actos que encierran monotonía entre las cuatro paredes comportan su ápice de literatura, aunque resulte imposible separarlos del abismo común de una vida que jamás saldrá en los periódicos.
El hombre del balcón parece sabio, o más bien, disimula que lo fue. Si quisiera que los demás creyesen que sabe mucho, o que maneja la capacidad de resolver cierto tipo de problemas, su rictus sería más tenso, y no se diría que relaja el cuerpo al dejar caer los brazos sobre la baranda.
Los hombres sabios denotan un porte enciclopédico que no los deja avanzar; muchas personas los paran por los pasillos para preguntarles cosas. El hombre en el balcón perdió el deseo de ser interesante, no quiere responder, no tiene los enigmas sobrevolando su atuendo. Simplemente, lo rodea el recuerdo de una época en que hubo quienes lo buscaron para solucionar algún que otro embrollo, cuya superación, por otra parte, solo condujo a males mayores. Ahora se recrea en los interrogantes que no son, y por las noches trata de conciliar el sueño planteándose adónde van las preguntas que nunca se hacen.
Al observar cómo el hombre en el balcón se gira, despacio, pero con firmeza, para hablar con alguien del interior de la casa, gustaría estar allí, en el lugar de esa tercera persona. Se presume que será la esposa, mientras abre los pequeños paquetes y distribuye productos, quien conteste. Se diría que se comunican todo el rato, aunque no hablen o lo hagan a voces. Ciertos matrimonios transmiten una notoria habilidad para entenderse en medio del mutismo a tientas, como encender la luz de habitaciones en penumbra cuando se lleva un vaso de agua y una píldora en las manos.
El hombre del balcón contempla el paisaje con un estupor científico, despojado de emociones y riguroso. En ocasiones, lo conmueven las rachas de viento o los chillidos infantiles, aunque estos sean, a medida que crecen los niños del barrio, más previsibles. Si uno lo mira fijamente, diría que el hombre en el balcón es una presencia de más en este escenario de predominio urbano. Si no está, nadie lo echa en falta, pero detectarlo contribuye a calmar la tensión en esos días en que vivir a través de los cristales se vuelve coartada.
Muchos vecinos no han notado que las arrugas están dando al gesto del hombre en el balcón un porte distinguido, a juego con sus cárdigans de tonos invernales. Otros cuestionan si la profundidad de su mirada reserva para mayor intimidad interesantes conversaciones, debates encendidos o exabruptos brillantes. La falta de datos concluyentes sobre la existencia misma engrandece el misterio de las gentes más anodinas.
El hombre en el balcón acaba las jornadas bostezando frente a la luna. Si será síntoma de aburrimiento o su modo de invocar que persista la buena suerte, en forma de rutina, queda para él y las cuatro baldosas de las que es habitante.