Archivo | febrero, 2013

Una de libros: Patinazo a cuenta de esperar demasiado

25 Feb
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John Banville, por Kim Haughton

La idea de leer a John Banville no fue mía. Se la debo a la coincidencia entre una recomendación añeja y la lectura en diagonal de un suplemento literario. Esta segunda parte debe de ser la que motivó que me equivocara, porque escogí el último trabajo de un autor con más de veinte novelas y una decena de obras de teatro, experimentado en el subgénero negro y en costumbrismo. Lo que se dice un escritor crossover.

Compré Ancient light (Penguin Viking, 2012) animada, también, por su ilustración de cubierta y el tamaño, diferente al habitual, más alargado, como si en vez de un libro común hubiera estado ahí para verme. Las señales me confundieron.

La primera frase del texto, citada por numerosas críticas, prometía cierta tensión narrativa y pegada: «Billy Gray era mi mejor amigo, y yo me enamoré de su madre».

ImagenA Banville lo precede una comparación con Nabokov, lo que es como decir que la tortilla de patatas que prepara tu madre sabe mejor que la de Arzak. Arriesgado, temerario, casi vanguardista. Imagino que la equivalencia es producto de la combinación en su obra entre la descripción minuciosa de las relaciones humanas y la ristra de sensualidad que, sin ser irritante, promueve una imagen perversa y cándida –simultáneamente, sí– del género humano.

El asunto de Nabokov no me gustó un pelo. Banville tiene buena mano con las semblanzas, describe con suficiencia los ambientes y sostiene diálogos mediante la rigidez justa para que te los creas. Los personajes de Ancient light no están mal trazados, lo que tampoco significa que sean redondos. El protagonista, un ya anciano actor que recrea su amor por la señora Gray mientras libra la batalla contra la sombra de su hija muerta, en ocasiones agota por antiespásmico. Se espera de alguien con tendencia a la pasión que transmita sus calambres con cierta soltura, y no un tipo que relata su amor de juventud, iniciático, clandestino y aun salvaje, como en un susurro, en estado de flacidez.

Además, Banville despunta avalado por las referencias a que se codea con los irlandeses más nobles, como James Joyce, aunque él se confiesa más fan de Beckett, en esa rivalidad futbolística que divide Irlanda más que la postura sobre el aborto. La profesionalidad de Banville lo aleja, a mi modo de ver, de cualquiera de ellos: escribe con un horario, no se deja distraer por el paisaje, cena temprano y suele madrugar. Los autores saludables y sin historial psiquiátrico pertenecen a otra liga, aunque en sus ordenadas lecturas encuentren inspiración en clásicos y canallas.

ImagenLa novela –editada en España por Alfaguara como Antigua luz– no traspasa al lector en ninguno de sus momentos cumbre, ni siquiera cuando el romance entre el chico de pueblo y la mujer adulta es descubierto por su mejor amigo. De hecho, la amistad entre el personaje de Billy y el protagonista nunca destaca por ser íntima. A los amigos íntimos por supuesto que se los puede mentir. Mucho más fácil es ocultarles cosas, como esas que dan cierta vergüenza si acaso pasan por su filtro y reciben un veredicto desfavorable en forma de mirada. Hasta ahí, conforme. Lo que no compro es que un adolescente con un mejor amigo no dedique siquiera un par de párrafos a describir con alegría ese vínculo, trascendental entre los 12 y los 18 años. Si alguien me dice que eso se debe a que su amor por la señora Gray eclipsa cualquier otra relación que pudiera mantener, chillaré.

Lo curioso del asunto es que nunca podría decirse que Ancient light es una mala novela, porque todo en ella queda correcto, cabal. Quizá haber escrito tanto y hacerlo de modo casi industrial conlleva el peligro de caer en libros sin ánima, o de verdad estas historias marcadas por las bajas pasiones y el resorte de la culpa cristiana tocaron techo con El pájaro espino.

ImagenLo siento mucho por mi padre, que venera a «Benjamin Black», seudónimo de Banville cuando se pone el traje de patólogo y narra los avatares del doctor Garret Quirke. Él disfruta mucho con las tramas de profesionales no policías. Tras cincuenta años leyendo novelas policiacas, los fontaneros metidos a investigador privado han acabado por conquistarlo.

La conclusión es que, en adelante, me rendiré a la reputación: para debutar frente a un escritor consagrado, elegiré algún libro que lo hiciera, en su momento, merecedor de cierto cariño. Así, mi próxima excusa con Banville será The Sea (Picador, 2005). Por todo lo dicho y porque aquí lo publicó Anagrama (El mar, 2007).

Una de libros: Lo opuesto a la compasión

21 Feb

ImageNada se opone a la noche (Delphine de Vigan: Rien ne s’oppose à la nuit, JC Lattès, 2012) fue un regalo de Navidad muy bien envuelto. Anagrama ha birlado a Suma de Letras la publicación en España del último libro de De Vigan, que no me atrevo a llamar novela por varias razones, tan refutables como evidentes: la obra es un recorrido por la genealogía familiar de la escritora, construida desde los recuerdos propios y parentales, y en su recreación no hurta la autora su presencia –como hija de la protagonista.

Si debemos llamar «autobiografía» a los hechos reunidos de la memoria de uno, tal vez dependa de cuánto se invente para hacer el libro posible. En este caso, impresionante como se ofrece la historia de Lucile, una bellísima francesa fumadora retratada en la foto de cubierta, la autora confiesa que toda su tragedia y alegría es tan verídica como pudo serlo, si bien se reserva el privilegio de etiquetar.

«Soy escritora porque mis padres son, los dos, incomprensibles», espetó De Vigan en una entrevista a cuenta de la presentación de Nada se opone a la noche. Su explicación sirve para poner en contexto el libro, traspasado de arriba abajo por los sentimientos, y donde convergen la necesidad de la escritora de mantener la distancia justa hasta los puntos más dolorosos de cada drama y la importancia de reivindicar alegrías en un pasado poco proclive a consentirlas.

ImageHay un par de virtudes que el texto engrandece gracias a la tara que De Vigan se reconoce. Por una parte, redactar desde la tristeza no superada, pero convivida, contribuye a mejorar su efecto. Al alejar a su familia de cualquier sobreactuación, evita caer en esos melodramas que trasiegan el espíritu de las librerías y hacen de ellas paradigmas de vulgaridad. Por otro lado, su propio estilo permite construir un relato que corta, y allí donde brota la sangre, la historia crece.

Nada se opone a la noche plantea preguntas anejas a las herencias, a si persiste o no el infortunio por vía genética, a cuánto de lo que no fueron los padres y los abuelos serán sus descendientes. Desafiar el destino consabido mortifica a De Vigan tanto como la inspira, y aunque el recurso a su leyenda no es original para ella, sí haber abandonado el seudónimo, los personajes inventados y una trama fantasiosa a la hora de contar algo.

Leyendo este libro me di cuenta de que la envidia que siento hacia un escritor valiente excede el resto de mis celos. Terrores y costras a la espalda llevamos todos, pero nada más unos cuantos les conceden el crédito de llegar a ser interesantes, en su batalla por encontrar «la palabra justa».

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Hannah/Opale

Como último detalle de importancia, decir que Nada se opone a la noche narra las vidas de unas cuantas mujeres pertenecientes a esa generación de europeas que tuvieron la suerte de protagonizar cambios. El entorno de libertad y delirio en que nacen y crecen Lucile y el resto de sus hermanas implica que esta obra sea, además, una recreación especialmente sabrosa para los habitantes de nuestro país, invitado tardío en todas las revoluciones.

Delphine De Vigan fue el descubrimiento semanal más destacado –quitando la reparación del techo de mi cocina–, así que, en cuanto coja el aire que me robó, probaré suerte con No y yo (No et moi, JC Lattès, 2007) y Las horas subterráneas (Les heures souterraines, JC Lattès, 2009). Igual que ella escribe, su lectura me hace presentir miedo y confianza; «la vida se encargará de elegir».

Una de libros: Jesús Carrasco y el talento bajo sospecha

18 Feb
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Jesús Carrasco, por Claudio Álvarez

El nombre de Jesús Carrasco me llegó por casualidad. En una conversación con una amiga, lo citó refiriéndose a él como un conocido que, tras una mala época, había escrito su novela. De forma completamente inesperada, le habían comprado los derechos en más de diez lenguas extranjeras y estaba a punto de publicarlo en España, con Seix Barral.

Mi experiencia en el negocio editorial me susurraba que semejante exitazo solo podía deberse a dos cosas: que viniera avalado y/o apadrinado por alguien de mucho más recorrido, o que hubiera escrito algo transformable en un best-seller. Esto último casa bien con la impresión que tengo de Elena Ramírez, con quien coincidí en Alfaguara cuando yo era becaria, y ella, editora. Ahora, casi veinte años más tarde, es la directora editorial de Seix Barral. Tiene, creo, buen olfato para las ventas, y me gustaría pensar que también para la literatura.

Después de la primera vez que escuché «Jesús Carrasco», me encontré su nombre en no menos de una docena de entrevistas, reportajes y reseñas, a cuenta de Intemperie (Seix Barral, 2012). En todas decía que «escribía de manera privada» y se insistía en la importancia del lenguaje para él. Me salto las referencias a su parecido con McCarthy y Delibes, fabricadas por la nota de prensa y repetidas hasta la náusea, aunque tal similitud haya sido fruto de la alucinación laboral. Si he de elegir, me quedo con este resumen de virtudes y defectos escrito por Carlos González Peón.

Con estos antecedentes, en cualquier otro caso nunca habría leído Intemperie. Tengo por costumbre no atreverme con nada que haya visto leer en el metro a más de diez personas en un periodo de quince días. La suerte de Carrasco fue que estoy convaleciente, y ni monto en metro ni he podido contar los ejemplares de sus viajeros. Así que empecé a leerlo, animada por Fernando Aramburu, poco dado a elogiar por nada.

ImageIntemperie es una novela corta que ha aterrizado en un momento de hambruna editorial, o mejor dicho, general. Su papel tiene un gramaje muy inferior a las novelas editadas por el mismo sello cuatro años atrás, en una coincidencia interesante con el páramo que describe.

Las primeras treinta páginas resultan abrumadoras: la prosa rescata palabras sin usar, y gracias a la represión del epíteto fácil, alcanza una belleza muy grata para los amantes de la prosodia. Carrasco escribe muy bien y cuenta con arte la historia que transportó en su cabeza cuando la vida era ir y venir de currar, escribir, acostarse. Hay que reconocerle eso, como mínimo; España no se distingue por animar a cuidar el verbo, y el que lo hace debe ser retribuido.

En cuanto a la historia, la simpleza del argumento (un niño que huye de un alguacil, un cabrero que lo ayuda, una escapada sin fin por un predio rústico que no termina) ha dado origen a un conjunto de alabanzas muy extrañas, pero lo cierto es que a mí esta trama en que todo lo que ocurre ya ha sucedido, y durante el libro se intuye, me basta para un cuento. Lo digo porque el cuento acoge muy bien experimentos de narración minimalista, como este en que hacen falta seis párrafos para decir que el niño encendió una hoguera, y para cuando la enciende, la ansiedad del lector le hace desear que arda el niño, arda la tierra y el mundo entero.

A mí me exasperan los libros que se pasan el tiempo fingiendo ir a contar algo. Este podría ser uno de esos libros, si bien es cierto que, palabras mayores, El viejo y el mar (Ernest Hemingway: The old man and the sea, 1952), considerado la última gran novela de Hemingway, tampoco destaca por la acción.Image

Para decirlo más claro, este libro es carne de culto, porque para contar bien poco emplea el autor un acervo léxico para el aplauso, y genera expectativas en el que lee. Me apetecía incidir en eso porque no siempre se valora que los autores sean capaces de hacer algo que en la propia existencia ya se antoja complicado. De este modo, Carrasco despunta porque escribe bien, y aunque los libros sean por fuera iguales, la forma de dentro permite distinguirlos muy bien entre sí. Lo anterior no impide que el sobo mediático a que nos han sometido con él haya contribuido a rechazarlo. Si te venden algo como lo más, supongo que tu cabeza asume que el producto es carne de teletienda.

La cuestión es que nadie a quien gusten los argumentos cotidianos y los escenarios reconocibles, y que prescinda de las fábulas por consejo médico debería leer Intemperie. Sin embargo, si uno se recrea en la palabra y es capaz de abstraerse de la campaña pro Carrasco para poner bajo sospecha su triunfo, le aconsejaría que le diera una oportunidad. Aun cuando este acabara siendo un libro que no recuerde o que jamás regale. Y quizá por eso.

 

Una [muy, muy larga] de libros: La culpa fue de Emily Temple

16 Feb

Hace relativamente pocas semanas, mientras me saltaba las listas de «los mejores de» que iban publicando diferentes medios, estuve pensando en esa necesidad que tenemos de categorizar las cosas. No importa si la materia es trascendente, porque lo fundamental es reducirla a un top ten que simplifique nuestra toma de decisiones: qué disco comprarse antes que otro, cuál regalar; el libro para las vacaciones; los atributos que no deben faltar a la mujer perfecta…

A menudo aprovecho cualquier conversación para hablar de libros. Leído suena mal. Protagonizado es aún peor. Cada vez que me doy cuenta, siento más vergüenza que la anterior –excepto con mi padre, que es capaz de sacar a colación una biografía de Hernán Cortés mientras te pide que le pases el plato del jamón, sin sonrojarse–. Me gustaría ser como mi padre y desmitificar sin darme cuenta algo tan metido en mí como los libros. Sin embargo, por ahora no puedo.

ImageEl caso es que, durante algunas de esas conversaciones que culminan conmigo sintiéndome culpable de mi propia situación embarazosa, alguien me ha pedido una lista de libros. Así, de golpe. Es por eso que tengo alguna lista personalizada y algunas otras, más generales, pero nunca he logrado LA lista. Porque las listas perfectas no existen, y de la misma forma que Rob Fleming no consigue resumir en un casete su amor por Laura en Alta fidelidad (Nick Hornby: High Fidelity, Gollancz, 1995), siempre que entrego una lista estoy contribuyendo a esparcir mi decepción.

La lista de libros perfecta solo está en la cabeza de quien cree que ya ha leído lo bastante. En esa cabeza, basta hacerse con el 90 % de su lista para convertirse en alguien digno de conversación.

Enlazando con la idea de las listas y las razones por las que se elaboran, vía Twitter llegué a la confeccionada por Emily Temple: «Ten books that could save your life» («Diez libros que podrían salvarte la vida»). Y me vine arriba. Jamás conseguiré la lista perfecta, pero sí recuerdo qué libros me alejaron de un hoyo. La culpa fue de Emily Temple.

Mi lista no incluye los libros de mi vida. O mejor dicho, hay algún libro de mi vida que sí está en la lista. Tampoco están los libros que metería en mi cápsula del tiempo si yo fuera un personaje de sitcom enfrascado en el proyecto de Ciencias. No son títulos históricamente mejores ni necesariamente brillantes. Solo son algunos libros que, un día, me salvaron la vida, y el acto de salvar ni es racional ni podría explicarse en un millón de blogs. Tal cual.

 

  1. La campana de cristal (Sylvia Plath: The Bell Jar, Heinemann, 1963)
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    Sylvia Plath, con sus hijos. Álbum familiar

Traducida en España como La campana de cristal (Edhasa, 1982), la novela póstuma que Plath publicó como Victoria Lucas fue una lectura de primavera a los 15 años. Si escribo que hace dos décadas casi nadie sabía quién era Plath y hoy se le dedican artículos larguísimos con motivo del aniversario de su suicidio, quedará mal, pero es la verdad.

 

La historia de Esther Greenwood y su habilidad para sentirse muy triste cuando se suponía que debía ser dichosa me sirvió para conocer esa época (finales de la década de 1950 y principios de la siguiente), cuando las mujeres aún necesitaban sentirse muy seguras para elegir. Para darle contexto, Greenwood vivía en el Mad Men de una editorial. El amor, o la falta de este, su relación con la madre, el uso de anticonceptivos, la habilidad de encajar en los grupos sociales. Todo lo que entonces, como ahora, pero con ataduras, implicaba preocupación.

The bell jar narra episódicamente las fases de la depresión, contadas por una escritora deprimida, acostumbrada a los borbotones de la poesía. Debe su título a una feliz descripción del estado de la protagonista, que dice sentirse atrapada en una campana de cristal, peleando para ganar aire.

Creo que este libro comienza con una gran frase, digna de su posterior reconocimiento:

«Era un verano extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York. Les tengo manía a las ejecuciones».

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Cubierta de la primera edición, firmada con seudónimo

Para Plath fue su primera y única novela, y resulta sorprendente lo bien que manejó los diálogos y que con 31 años fuese capaz de trazar un personaje tan redondo como Greenwood.

Tuve la suerte de comprar la primera edición que se publicó en castellano, traducido con decencia por Elena Rius, muy al contrario que Ariel, un libro de poemas cuya lectura en castellano presenta a una Sylvia Plath completamente distinta a la real. Años más tarde, releí el libro un par de veces, ya en inglés, con la distancia que da soplar velas. También entonces lo disfruté sufriendo un poco, que es como creo que terminas no queriendo que se acabe un libro.

Al terminar La campana de cristal, inicié una época maníaca dedicada a conocer a Sylvia Plath. Leí todo, de la cabeza a los pies, incluidas varias biografías y algún ensayo. Con frecuencia pensaba en sus hijos, Frieda y Nicholas, y en que tuvieron, durante muy poco tiempo, una madre genial como artista, alejada por completo de la realidad. No dejaba de recrear a Plath sellando las rendijas bajo las puertas para que el gas del horno se quedara en la cocina, mientras los niños aún dormían. Y así es como imagino casi siempre a Sylvia Plath: buscando un camino para marcharse sola.

  1. Emma (Jane Austen: Emma, John Murray, 1815)

Siguiendo con los autores fetiche, más o menos en la misma época en que superé The bell jar, me puse con Jane Austen. Digamos que, en el instituto, las lecturas del curso pasaban por el realismo europeo, y yo salté de Flaubert y Zola a Austen sin pasar por Dickens, lo cual conllevó cierta confusión inicial, que me sacudí gracias a mi padre y sus lecciones de Historia social durante la cena.

ImageHabría podido escoger otras obras mucho más conocidas de Austen, llevadas al cine con cierta gracia, pero me quedo con Emma, aunque solo sea por el desafío que Austen lanzó antes de escribirla:

«Inventaré una heroína que no guste a nadie salvo a mí».

A los 20 años, Emma disfruta haciendo de celestina porque le encanta que las personas de su entorno se enamoren y casen. Esa afición permite que varios personajes establezcan relaciones y caigan en curiosos malentendidos, que solo el destino y la buena voluntad de Emma pueden deshacer. Ella, quien parece vivir al margen del amor, acaba descubriendo que pertenece a George Knightley, el vecino mucho mayor que ella, solitario y confidente, al que acude cuando necesita ser reconfortada.

Jane Austen, Emma, es pura ilusión de que vivir puede resultar sencillo, y las dificultades propias de cada día, obstáculos cuya superación está al alcance con empeño.

La versión optimista de la Revolución Industrial acerca a un ambiente refinado y socialmente distinguido, muy lejos de los obreros con rostros tiznados por el carbón que incluían los libros de texto. Supongo que esa alegría burguesa me llevó de la mano hacia una escritora que, con el tiempo, fue reinterpretada como feminista.

Aunque las hermanas Brontë (con Jane EyreCharlotte– y Cumbres borrascosas/Wuthering HeightsEmily–) plantearon historias mucho más trágicas y tortuosas –bastante más dignas de mi costumbre–, fue Emma quien me hizo llegar a clase antes de las 8.00 h confiando en que el amor puede ser tan complicado como divertido.

  1. Reencuentro (Fred Uhlman: Reunion, Collins And Harvill Press, 1977)

Creo que Uhlman publicó solo tres obras, y Reencuentro es, sin duda, la más conocida, porque, sobre todo, se dedicaba a pintar.

ImageEste libro también lo leí en la adolescencia, y es posible que antes de los 16 años. Por tratarse de una historia de amistad cuyos protagonistas eran también adolescentes, y narrar cómo esa relación se mantiene en mitad de la guerra, pese a los elementos socio-políticos en contra, lo leí en seguida, a trompicones, con el vértigo de los malos lectores que se identifican con los personajes.

«No recuerdo exactamente cuándo decidí que Konradin tenía que ser mi amigo, pero de lo que no dudé es de que algún día lo sería […]. Entre los 16 y los 18 años, los jóvenes combinan a veces una cándida inocencia, una pureza radiante de cuerpo y mente, con un anhelo exasperado de devoción absoluta y desinteresada. Generalmente, esta etapa solo dura un breve lapso, pero por su intensidad y singularidad, perdura como una de las experiencias más preciosas de la vida.»

Pasada la treintena, no he releído este libro porque quiero que su memoria coincida con la de los personajes. Se trata de una elección arriesgada, porque, tal vez, comprobaría que se trata de una obra menor (sustituible, por ejemplo, por las nunca demasiado recomendadas Cartas a un joven poeta (Rainer M. Rilke: Briefe an einen jungen Dichter), indigna de cualquier lista. Lo que sucede es que la guardo como en un museo de libros protegidos, porque ni la opinión de los mayores expertos ni el paso del tiempo deben arruinar un recuerdo de juventud. Además, a estas alturas, cuando «amigos por los que darías la vida» te queda uno, vale la pena conservar en formol aquella sensación de que ese libro hablaba de ti, sesenta años antes, pero de ti al fin y al cabo.

  1. En Grand Central Station me senté y lloré (Elizabeth Smart: By Grand Central Station, I sat down and wept)

ImageEste libro lo tradujo Lumen, y gracias a ellos lo leí la primera vez. Ahora he visto que Periférica dispone de los derechos y lo editó a posteriori. Lo de Lumen no es extraño: Esther Tusquets dirigió esta editorial catalana cerca de cuarenta años, y suyo fue el mérito de publicar traducciones de autores como Beckett, Styron, Woolf, Joyce, Céline o Sontag.

En Grand Central Station… se publicó originalmente en 1945, y solo se imprimieron dos mil ejemplares, de los cuales buena parte los compró la madre de la escritora, avergonzada de su hija por haber hecho pública una obra tan obscena y, más que nada, autobiográfica. Esa misma madre hizo lo que pudo para que En Grand Central Station… fuera censurado en Canadá, el país de origen de Smart. Hasta 1966, no se reeditó, por Panther Books, en Inglaterra.

Desde el punto de vista formal, lo más importante es que se escribió como auténtica prosa poética, siguiendo las reglas de la métrica. En concreto, sus pies son mayoritariamente anapestos. En cuanto al fondo, es un texto autobiográfico, basado en el amor que Smart sentía por el poeta británico George G. Barker, quien, por aquel entonces, estaba casado. La canadiense recorrió el mundo siguiendo a Barker, que le prometió una y mil veces que dejaría a su esposa, si bien nunca lo hizo. Con ella mantuvo una intensa relación, hasta el punto de que tuvieron cuatro hijos (de los quince que se le cuentan a Barker, con cuatro mujeres distintas). Como madre soltera, desarrolló al tiempo una carrera en el ámbito de la publicidad y la Administración. Llegó a ser la copy writer mejor pagada de Inglaterra.

Hay que leer En Grand Central Station… con la voluntad de dejarse llevar. Solo así puede comprenderse, sin que la oda al amor que contiene se transforme en un montón de pretendidas frases cursis.

«Me siento sola. No consigo ser una santa. Sé lo que quiero. A quién quiero. Lo escogí a él, de entre todas las cosas. Fría y deliberadamente, lo elegí. Pero la pasión no fue fría. Me prendió fuego. Incendió el mundo. Amor, amor, alivia mi corazón, abrázame, alivia mi corazón. ¿No notas cómo se mueve ese hijo de puta?»

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Elizabeth Smart, en 1942
Library and Archives Canada/Alice Van Wart fonds/LMS-0165/MSS

La primera hija de Smart nació en el destierro de Pender Harbour, en la Columbia Británica. Era una aldea de pescadores alejada seis horas en barco de la deshonra que, para la familia, implicaba un bebé nacido fuera del matrimonio. La escritora sacó adelante el libro en los últimos meses de su embarazo, aunque muchos de los párrafos habían sido redactados a lo largo de toda la vida de Elizabeth.

La carga de profundidad de esta obra es enorme. Es un libro de libros, una especie de collage, porque hay referencias a la Biblia, Rousseau, Shakespeare, etc.

Queda dicho que la prosa poética ha sido responsable de millones de bazofias vendidas como literatura, pero no es el caso. Cuando a los 16 años leí En Grand Central Station, creí que era difícil hacerlo mejor. Hoy aún lo pienso.

  1. Cerca del corazón salvaje (Clarice Lispector: Perto do coraçao selvagem, A Noite, 1943)

Me pasa con Clarise Lispector que no encuentro las palabras para describir lo que escribe alguien que las usa tan bien. Por eso es complicado que dé una versión imparcial de esta obra y su autora, porque no me alcanza.

Debo a una profesora de escritura creativa haberla encontrado, y a Siruela y Mondadori, tener la valentía de editar en castellano casi toda su obra.

Solo el título del libro merece un epitafio, una canción propia, una efeméride; no sé, algo que lo diferencie de todos los títulos que, cada año, se publican. Es, como la bibliografía de Lispector, un mundo aparte.Image

Hay autores que escriben desde sus historias; otros, desde sus vidas; muy pocos, desde adentro; y la gran mayoría, desde la combinación entre imaginación, talento y técnica. Lispector siempre escribió desde adentro. A la sugerencia de una amiga para que revisara ciertas partes de este libro, respondió: «Cuando releo lo que he escrito, es como si me tragara mi propio vómito».

Cerca del corazón salvaje fue la primera novela de Lispector (la escribió con 23 años), y está concebida como la biografía inconexa de Joana, su protagonista, contada desde las emociones y la introspección. Las vivencias de una joven que se asoma a la vida con curiosidad y desapego, y con el pasar del tiempo llena de palabras lo que al principio no acertaba a describir.

«Se casó. El amor vino a afirmar todas las cosas viejas de cuya existencia solo sabía sin haber aceptado nunca su sentido. El mundo giraba bajo sus pies, había dos sexos entre los humanos, una línea unía el hambre a la saciedad, el amor de los animales, las aguas de las lluvias se encaminaban hacia el mar, los niños eran seres que tenían que crecer, en la tierra la semilla se convertiría en planta… […] El centro luminoso de las cosas, la afirmación durmiendo debajo de todo, la armonía existente bajo lo que no entendía.»

Cuando leí este libro, tendría los mismos años que la escritora al redactarlo. Las dos estábamos en la Universidad, pero ni en un millón de años habría podido yo verbalizar mis dudas con la calma precisa para hacer de ellos algo perdurable.

  1. Nueve cuentos (J.D. Salinger: Nine stories, Little, Brown and Company, 1953)
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J.D. Salinger, en 1952
Getty Images / San Diego Historical Society

Salinger es una debilidad nada original que muchos paseamos en el bolsillo del abrigo cada invierno. Me quedo con este libro, aunque El guardián entre el centeno (The catcher in the rye, Little, Brown and Company, 1951) sea la razón por la que me empeñé en escribir como si hubiera nacido en Nebraska.

Cada una de las historias que Salinger publicó en esta compilación destaca por su manejo de los diálogos, ágil y ligero, sin dar tiempo a que el lector piense qué pasará porque está demasiado ocupado en el ritmo de lo que de verdad sucede. Y ocurre que los hechos tampoco son a priori demasiado importantes, pero la propia banalidad de los relatos esconde esas verdades invisibles del hiperrealismo.

J.D. Salinger publicó poco, lo cual hace que sus obras tengan aun más valor. Con esta antología, ha prestigiado el cuento para siempre, y concedido importancia a los momentos triviales. Casi todo pasa en instantes nada decisivos, y de eso se dan cuenta pocos escritores.

  1. Tan fuerte, tan cerca (Jonathan Safran Foer: Extremely loud and incredibly close, Houghton Mifflin, 2005)

Sigo sin entender por qué la traducción (Lumen, 2005) de este libro incluyó modificar el sentido de su título, más que nada porque la sustitución de «extremadamente» por «tan» ni siquiera responde a una cuestión musical…

Safran Foer, uno de los autores que yo habría querido ser. Aparte de talento, tiene una casa en Brooklyn y sabe a ciencia cierta que comer animales es abominable, por lo que le envidio tanto su claridad de ideas con respecto a la alimentación como su prosa, sin contar que está casado con la no menos impresionante autora Nicole Krauss.Image

Desconfío de los libros para mayores que protagonizan niños. No me gustan porque, desde que vi la película El tambor de hojalata, los personajes pequeños inventados por gente grande me generan desasosiego, como si en cualquier momento fueran a tocar el tambor sin parar.

En este caso, Oskar Schell, el niño protagonista de 9 años, no solo no me desquició, sino que de hecho generó una ternura muy por encima de mis expectativas.

Extremely loud and incredibly close describe la pérdida de Oskar –su padre murió en el atentado del 11 de septiembre, en las Torres Gemelas– y el viaje alucinante que un niño tiene que hacer para convivir con esa cosa interior que es la tristeza infantil.

Nada de lo que yo diga hace de este libro algo fundamental, pero cuando lo leí confirmé que solo aceptamos la desgracia cuando estamos dispuestos a hacerle sitio. Antes, no cabe.

  1. Una historia del amor (Nikole Krauss: The history of love, W.W. Norton & Company, 2005)

De nuevo, la editorial (Salamandra) que decidió publicar la primera novela de Krauss creyó conveniente minimizar la extensión de su título: en lugar de La historia del amor, optó por circunscribir la trama a Una historia del amor. La coincidencia de que esto le ocurriera también a su marido me hace pensar que se trata de una pareja con tendencia a abarcar la realidad de un golpe, y que sus traductores asumen que, por ser jóvenes y atrevidos, alguien debe corregir su osadía.

Es esta una novela muy valiente, pues además de inspirarse en una historia de amor, aprovecha el paraguas de la familia para construir un texto complejo (varias partes y narradores, distintas interpretaciones) y delicado. Krauss goza del poder de recrear generaciones completas sin que parezca que se esfuerza tanto, y de viajar con la obra y por la obra sin cansarse en absoluto.

ImageLa narración acompaña a Alma y Leo, dos personajes que cargan con el destino judío-emigrante a cuestas. La herencia de su diáspora conduce su inconexa historia de amor. Es «la» historia del amor porque Leo y Alma viven la guerra para encontrarse; todas las batallas factibles quedan resumidas en ellos.

Conmueve que Nicole Krauss escribiera una novela tan apegada a sus raíces con la distancia adecuada como para resultar legible. Más todavía me gustó su forma de organizar el caos que media entre la Segunda Guerra Mundial y el EE.UU de nuestros días escapando de la fatiga que da la, a veces, obligatoria cronología.

Este libro hizo que releyera pasajes enteros por si acaso se me escapaba algo. También me provocó la falta de oxígeno que generan los amores entreverados, y el deseo de tomar parte en el argumento. Como si cerrando las tapas se pudiera garantizar que los personajes permanecerán aquietados un tiempo más, hasta que yo decidiera leer y darles su final.

  1. Hablando del asunto (Julian Barnes: Talking it over, Jonathan Cape, 1991)
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Julian Barnes, sin fecha
Fotografía atribuida a Miriam Reik

Julian Barnes lleva tanto tiempo en mis estanterías que lo hago responsable por haberlas combado. Tan es así, que en ocasiones creo verlo en mi salón, empuñando una pluma y reduciendo a un discurso conciso y ordenado todos mis errores creativos, mi falta de disciplina; echándome la culpa por el insomnio que me produce escribir sin llegar a contar absolutamente nada. Justo lo contrario de Hablando del asunto (Anagrama, 1996).

En este libro, hay tres narradores, que se corresponden con las voces de un triángulo amoroso, donde el tipo irresponsable y espontáneo se enamora de la mujer de su mejor amigo, asentado, cabal, dueño de sí mismo. Hay humor, nostalgia, furia y menos saliva y gritos que si la novela hubiera sido francesa.

Lo he prestado ocho veces; tres no me lo devolvieron, pero siempre, aunque quizá mintieron, dijeron que les había gustado. También lo he regalado, porque solo regalo libros que ya he leído, salvo que la otra persona lea poco o nos estemos conociendo, en cuyo caso seguramente no le regalaré un libro, sino cualquier otra cosa.

  1. Pájaros de América (Lorrie Moore: Birds of America, Knopf, 1998)

Para hablar de la gente común, podría haber escogido a Anne Tyler, Alice Munro y Rachel Cusk, o a gérmenes como Richard Yates, Richard Ford o John Cheever. Un plato combinado de todos alcanzaría la perfección. Pero aquel día, a cierta hora, estaba leyendo Pájaros de América.

ImageEste libro contiene doce relatos que son mirar por la ventana y ver. Lo habitual de viajar, de que un familiar enferme, de fracasar en según qué relación y volver a intentarlo. Todo recurrente; suena tan bien, que apetece pasar por ello.

Salamandra publicó la colección de cuentos en 2000, si bien la última novela de Moore, Al pie de la escalera (A gate at the stairs, Random House, 2009) fue editada en España por Seix Barral. Viendo el ritmo creador de Moore, diría que le cuesta querer decir algo, y le agradezco mucho que se contenga, porque lo que hay tras los cristales empuja demasiado a cerrar los ojos.

  1. Agnes (Peter Stamm: Agnes, Fischer Taschenbuch Verlag, 1998)

Este último libro impar queda aquí no por casualidad. Ya conté que Stamm se ha convertido en un acompañante silencioso y reiterado desde que soy capaz de leerlo en su idioma. Lo que a lo mejor dejé sin decir es que Agnes, esa «novelita» que, solo por su tamaño, muchos tacharían de menor, consiguió hace un par de años doblegarme. Lo hizo desde la primera frase:

«Agnes está muerta. Una historia la ha matado. Nada me queda de ella excepto esa historia».

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Peter Stamm, sin fecha
Hartmann & Stauffacher

Decía el autor en la presentación de este tomo en España que «Nunca se vive con una persona, sino con la imagen que se tiene de ella», y resumía bien el sentir general del libro entero: que las relaciones, sobre todo, las de pareja, se pueden entender por igual o de manera diferente, y son las asimetrías las que complican el percal. El camino hacia la distancia que facilite los nexos queda descrito en Agnes con el bisturí que Stamm reserva para las oportunidades en que él debe, escueza o no, explicarse.

Una tragedia de amor y muerte, eso es este libro, que como drama breve aguanta dos trayectos de casa al trabajo, y viceversa, porque para contar lo que ha de decir le bastan 150 páginas y un dolor de pecho que divide el cuerpo entre lo que sabes de la vida y lo que te queda por aprender.

Una de libros: Peter Stamm

14 Feb

ImageUna de las lecturas de esta convalecencia ha sido Sieben Jahre (Fischer Taschenbuch Verlag, 2009) de Peter Stamm. En España, Acantilado ha ido editando casi toda la obra de Stamm, dentro de su selección de autores gélidos. En concreto, Siete años salió a la venta a finales de 2011.

Tengo que confesar que llegué a Peter Stamm por culpa de las clases de alemán. Cuando se te resiste un idioma y te gusta leer, no hay nada más frustrante que intentarlo una y otra vez sin conseguir abrir un libro y entender lo que el escritor quiere decir.

He invertido bastantes euros en libros que tardé una eternidad en retomar, y no siempre con éxito. En 2008, compré Wie fliegen, que creo fue traducido como Los voladores, una colección de relatos. Suele ocurrirme que siempre que me pierdo vuelvo al cuento. En este caso, además de conseguir entender los doce relatos sin necesitar el diccionario, me gustó la prosa.

Antes de seguir, debo advertir de que Stamm no escribe para lectores impacientes, sino que lo hace para el sosiego, pero de un modo tan descriptivo y detallista, que genera la intriga propia de las amenazas. Quizá por esto amigos muy lectores me dijeron que los aburría, y me hicieron pensar que, tal vez, en literatura se me gana por aburrimiento. Así de inquietante… Image

En Sieben Jahre, Stamm no descubre sus progresos como narrador, ni ofrece una historia novedosa. Si antes de esta obra se ha pasado por Agnes, el lector reencontrará esa simpleza narrativa tan próxima a la lírica que o bien atrapa o conduce, directamente, a encender la televisión.

A diferencia de muchos autores europeos y de gran parte de los de origen germano, Stamm nunca se ha obsesionado por los grandes temas como chispa de sus argumentos. Su tendencia a husmear en la realidad del piso de al lado lo aproxima a la literatura que EE.UU y Reino Unido han ido generando desde el siglo xix. Por supuesto, mi apego a lo anglosajón hace difícil que yo escoja, del cajón de novedades, libros escritos por autores españoles y latinoamericanos, y solo a veces, cuando no me ofrecen historias de la Guerra Civil o amores imposibles vendidos como hitos, me rindo. Vaya por delante que tal predilección no me enorgullece demasiado; más bien me asusta.

Retomando el tema de los vecinos, Sieben Jahre tiene un protagonista, Alexander, a quien acompaña desde su etapa universitaria hasta su madurez. En medio, la historia de amor y búsqueda que suele entretenernos tanto cuando estamos con la pierna en alto, el ánimo flácido o, básicamente, si vivimos instalados en esa melancolía posmoderna que los padres nos sacudirían a manotazos. Es decir, un relato de lo íntimo y cotidiano contado desde detrás de las cortinas.

Image Como me resisto a analizar el libro porque, en general, las críticas deberían ser un género en sí mismas, y no una orientación para lectores de última hora, prefiero enlazar con alguna otra, como esta de L.F. Moreno Claros, que se toma la molestia de explicar el porqué bíblico del título. Más me gustó esta otra, de S. Fay (en inglés), sobre todo por su frase final: «El talento de Stamm es evidente, y lo que hace de él un autor para leer, y leer a menudo, es el camino que emplea para representar la vida contemporánea como una sucesión de rupturas». Por último, S. Kegel destripa aquí (en alemán) el tomo entero, y repasa de punta a cabo personajes, trama, estilo y demás elementos. Pese a calificar el libro de «folletín», parece que le gustó. A mí me llamó la atención una de sus frases finales: «Un hombre que ama ya ha vencido, al margen de que su amor sea o no correspondido».

Stamm ha definido su propia obra como historias de «personas y de las relaciones entre esas personas», y en nada se distinguiría de otros miles de escritores si no fuera porque sus textos (ya se trate de prosa, poesía o teatro) parecen nacidos de una observación clínica, pero redactados desde una anhelada neutralidad. Esto último los transforma en contenidos, y la contención los empuja a su inseparable nostalgia.

La nostalgia se dice en alemán de unas seis formas distintas. Por ejemplo, la nostalgia de lo lejano es das Fernweh (duele lo que está lejos), pero la morriña o añoranza del hogar es das Heimweh. La nostalgia de alguien, su anhelo, sería más bien die Sehnsucht, mientras que para la añoranza general utilizan das Sehnen.

Un catálogo tan amplio de sentimientos matizados solo puede alumbrar autores empeñados en explicar la naturaleza humana por activa y pasiva. Lo malo es que algunos resultan mortalmente profundos, desde la primera página, y no hay quien compre tanta intensidad si en mitad de eso no ofertan una historia que podamos encontrar alrededor. Una historia de vecinos.

 

 

El hombre que no quiere dormir

9 Feb

Dependiendo del día, incluso del momento, logra dominar los suspiros. Le llegan a borbotones, igual que náuseas insípidas a punto de empujarlo al váter. Poco a poco y desde que se puso en manos de un psicólogo, va conteniendo esos sonidos cuya carga emocional le ha costado más de una sorpresa desagradable. Como aquella vez que una mujer, en el trayecto Madrid-Sevilla, creyó entender que estaba buscando comprensión y afecto, proximidad física. Dejar claro que se trataba de una respuesta corporal sin destinatario le costó el resto del viaje.

El hombre que no quiere dormir suspira porque no duerme, en una cadena de respuestas corporales de la que le gustaría culpar a su mente. Es abogado en un bufete con presencia en Madrid, Londres, Tokio, Nueva York, aunque él solo viaja lo justo para desplazarse de casa a la oficina. Los sitios que no son su ciudad le parecen escenarios en películas, y siempre pasa por ellos tan deprisa como si tuviera frío.

Le gustaría preferir trabajar menos, tener aficiones, esquiar, saber hacer pan, pero ha encontrado cierto confort en pasar dieciséis horas en su despacho, rindiendo o no, simplemente aparcado. Al principio, creía que el tiempo se detendría entre aquellas tres paredes y un panel, que nada habría cambiado al salir. Sin embargo, el hombre que no quiere dormir descubrió pronto que dejar correr el tiempo reportaba, en casos como el suyo, enormes ventajas, al permitirle seguir viviendo sin tener que hacer frente a las operaciones más comunes de la humanidad. Sentir, opinar, resolver.

Si asalta su memoria la imagen que menos desea ver, se concentra en una sentencia firme o en la línea argumental que pretende plantear para un cliente. Solo así evita recrear la cabezada, el susto, una luz frontal y deslumbrante, el estruendo, el cataclismo de hierros. El sueño y el despertar.

Cuando todo volvió en sí, nada era lo que había sido, y las personas que estaban tampoco seguían alrededor. Escocía recordar tanto como que le curasen arañazos y cortes. Empezó a no querer dormir, en parte para impedir que la historia volviera a destruirlo, en parte para ser siempre muy consciente de su propia fatalidad.

Las noches son dictaduras para el hombre que no quiere dormir. Le imponen cerrar los ojos y dejarse ir, abandonarse a la suerte de los ronquidos. Él salva su intemperie con una manta de cuadros y el termo de café, atisbando por la ventana la asimetría de las cosas que suceden en vigilia. Resiste, compensando los empujones de un bostezo con la determinación de curar sus heridas.

Al amanecer, se retoman las causas, otra vez las personas tienen claro hacia dónde se dirigen. Con el sol, vuelve el mundo a girar en el sentido que marcan los relojes, y el hombre que no quiere dormir aprovecha la ventaja de marchar al compás para refugiarse en su rincón, prendido el ordenador, abiertos los códigos de leyes, ensimismado al parecer.

Su jefe quiere verlo, en su despacho, antes de comer. Cree que debe cogerse las vacaciones y escapar de la tensión provocada por sus últimos encargos. La tensión podría ponerlo en apuros no tardando mucho, le explica, y el bufete precisa contar con él en plena forma. No me quites esto, le pide. No me obligues a dormir.

La mujer de detrás del cristal

8 Feb

A media tarde regresa a casa después de detenerse a comprar algo para la cena. Dentro del coche no tiene frío, aunque tampoco calor, y escucha una emisora cualquiera. Prefiere eso a llevar siempre las mismas voces acompañando sus silencios. Suele bajar la ventanilla del copiloto. En cierta ocasión había visto una película estadounidense en la que la protagonista, de su misma estatura y volumen, era estrangulada desde fuera por un delincuente común que, desliada la trama, resultaba ser su examante. Desde entonces, nunca dejaba entrar el aire por su ventanilla, sino por cualquier otra, y tampoco preguntaba a los demás pasajeros, cuando los había, si les importaba. Como si el miedo tuviera malos modales.

La mujer de detrás del cristal ve pasar edificios, postes de luz, tranvías, peatones, luces, papeleras, anuncios, postes de luz, cabinas telefónicas, asfalto, postes de luz, edificios, vacío, campo, pájaros en bandada. Secuencias cíclicas en un camino que podría ser perpetuo de no quererlo así su condición de empleada, madre, hija de, divorciada, presidenta de su comunidad de propietarios, aficionada al cine. Se le ocurre que todo lo que no sucede en esas idas y venidas es puro contexto.

Por el retrovisor central observa a otros conductores, quienes, hundidos en sus asientos, tienen mucha prisa en llegar. Se siente superior porque ella lleva tanto tiempo de camino a que ha dejado de estar preocupada por los minutos que le roba el día. Cuanto menos piense en lo que ha perdido, tanto menos perderá. Se mordisquea las uñas, traza distancias imaginarias y confía en preparar a tiempo esa receta que a su compañera le sale muy bien. Noticias de última hora. Otro atasco. El sol se pone sobre su espalda.

La mujer de detrás del cristal da limosna a uno de cada cuatro que se la piden. Lo hace así por convicción estadística: solo una de cada cuatro personas en general merece su atención; solo uno de cada cuatro familiares directos le cae bien; solo uno de cada cuatro colegas de trabajo podría describirse como mínimamente competente. El 25 % de los que pide ayuda de verdad la necesita, y es por eso que rebusca en su bolso unas monedas para echar en su vaso o dejar caer en la mano negruzca que acecha su ventanilla. Los mendigos avanzan entre su coche y los demás, sin reparar siquiera en que han sido objeto de criba, cerrando el intercambio calderilla-gracias en un plazo inferior al previsible.

Repasa las tareas de lo que queda de tarde y de esa misma noche, la lista de asuntos pendientes que, como un escritorio sin ordenar, se agolpan a la puerta del piso, a la espera de que llegue quien ponga fin al desbarajuste. Dentro del coche aún puede escuchar los chillidos de veinticuatro horas atrás, cuando el niño pequeño no quiso comerse la cena recalentada porque era verde, y su padre se quedó sin la paciencia imprescindible para persuadirlo de que ningún sonido, por estrepitoso que fuera, lo libraría de hacer la digestión. Se rasca las sienes, en aparente preocupación, y sonríe a otra mujer que hace carantoñas al bebé del asiento del copiloto.

La mujer de detrás del cristal con frecuencia no sabe dónde poner las manos. Le echa la culpa a pasar tantas horas dentro de su vehículo, donde dormitan sobre el volante igual que moscas en restos de dulce seco, a salvo de elegir dónde posarse. Percibe que esas manos, colgajos de sus propios brazos, penden en libre albedrío mientras ella presenta los resultados del ejercicio, en la sala de juntas, y no le responderán cuando deba señalar el panel con las cifras. Casi siempre sale del brete pasando la palabra a algún compañero que disimule por ella su inquietud, a cuenta de un agradecimiento en forma de sonrisa, encogimiento de hombros y/o regalo de cumpleaños. Cuando todo termina, confía en hacerlo mejor la próxima vez, pero ni ella misma es capaz de engañar a la presión que la empuja por dentro.

Este trayecto se le está haciendo particularmente insoportable porque, sin saber cuándo acabará, nota unas ganas enormes de hacer pis. Desconoce cuánto embotellamiento soporta la vejiga humana, pero recuerda que los osos despiertan un par de veces durante la hibernación para orinar. Quizá lograría resistir unas horas, durante las cuales la mayoría de sus funciones vitales se anularía, como si hibernara, hasta que viera su portal y saliese corriendo en dirección al cuarto de baño.

La mujer de detrás del cristal sigue las gotas de lluvia sobre el vidrio y se esfuerza en adivinar el sitio por el que morirán: si será cuando se crucen con otras, o justo al final de la ventanilla, al borde de la puerta. Atónita, descubre que muchas de ellas siguen la costumbre del viento y desaparecen sin más.

 

 

 

 

El hombre que se quedó sin empleo

7 Feb

El hombre que se quedó sin empleo suele huir de su casa a las 10.00 h. Desayuna apresurado, con la mala conciencia de llegar tarde, porque cree que ya se levantó tarde. Desde que lo despidieron, no ha dejado de poner el despertador. Su mujer le aconseja de vez en cuando que abandone esa costumbre tan dañina de asustarse cada mañana sin motivo. Él prefiere seguir haciendo como si cada cosa fuera igual que antes de odiar tener todo el tiempo del mundo en forma de jornada.

Se ducha después de su mujer, prepara ropa y tostadas para que beban juntos el café. Al menos, conservan un rato de lo que solía ser tan normal que incluso había llegado a despreciarlo. Luego, ella se marcha y lo deja recogiendo de las cuerdas la ropa seca, amontonando trastos en el salón. Desde que sus hijos se mudaron de casa, el matrimonio se había vuelto más desordenado.

Cuando todo está en su sitio, el hombre que se quedó sin empleo reprime un suspiro de ansiedad y se repite que ha de estar tranquilo, aprovechar el hueco para mejorar lo que le disgustaba tanto. Aunque, si lo piensa, no es capaz de recordar qué era aquello tan irritante de su vida previa, a qué se refería su rabia. Cuando has perdido algo, cuesta demasiado seguir creyendo que era malo. Como si en vez de haber dejado de tener un empleo, se le hubiera muerto un hermano con quien discutía a menudo, y hubiera empezado a quererlo mucho cuando ya no vivía.

El hombre que se quedó sin empleo está harto de buscar trabajo por Internet. Odia el ratón del ordenador, las absurdas combinaciones de teclas para alcanzar operaciones como insertar un archivo, copiar texto, hipervincular. Si le dieran una moneda por cada vez que sus datos personales desaparecían de la pantalla engullidos por un proceso interno de la computadora, sería rico y no necesitaría un empleo. Si él fuera quien condujese un proceso de selección, nunca contrataría a alguien que se hubiera pasado semanas hipervinculando. Un proceso de selección, dice. Tras una larga temporada adaptándose a ser alguien que necesita que lo llamen, había empezado a hablar como las personas que querría que lo llamaran.

Ya en la calle, se acerca a comprar el pan. El dependiente, un viejo desdentado y antipático, ha dado por hecho su situación y ya no le extraña despacharle a esas horas. Cuando transcurre el tiempo razonable para dejar de estar enfermo, si no te has ido al otro barrio, es que estás en paro, lo escucha barruntar. Al hombre que se quedó sin empleo le molesta que ese viejo le esté preparando la barra de pan antes de que se cierre tras él la puerta. Daría un dedo de la mano por volver a ser imprevisible, a tener prisa, a demorarse. A estar donde no se le supone.

Da un paseo, pero martes, jueves y sábados corre. Corre y adelanta a los que son como él, que solo pueden camuflarse los fines de semana, cuando parece que ir en chándal le queda bien a todo el mundo. Cuando los pasa volando, se siente un poco menos desempleado y un poco más al mando.

Prepara la comida, algo ligero y que no ensucie mucho. Devolver la cocina a su estado originario le cuesta cada día más. Ha dejado de escuchar las noticias, y se hace acompañar por una melodía ligera del programa que en la FM a esas horas casi nadie escucha. Mientras parte el filete o espinza el pescado, observa las migas que el pan del viejo desparrama sobre el hule. Los tipos sin empleo no merecen comer en un mantel, afirma, y amontona las migas con el pulgar y el índice, hasta formar cordilleras de juguete.

El hombre que se quedó sin empleo trata de no dar cabezadas ni dormir la siesta. Se pelea contra la naturaleza de un sueño que vence su voluntad, con el sonido de la televisión al fondo. Cree que si se queda dormido perderá el control de las horas que le faltan al día, y entonces no podrá decidir ni estará preparado para reaccionar, ni sabrá cómo. Así que nunca se tumba en el sofá; no sube los pies ni se recuesta en el sillón. Prefiere sentarse en la silla más incómoda del salón y ver un programa de noticias económicas, para aprender qué está pasando a gran escala que se ha llevado por delante lo cotidiano. No entiende nada, no lo comprende. Cuando los presentadores dan paso a la información bursátil, apaga el televisor y se va a hipervincular.

 

El hombre que siempre lleva flores

6 Feb

Debe la costumbre a su madre, una mujer de pueblo que jamás regresaba del paseo vespertino sin su ramito de flores. Le gustaba recogerlo a orillas del sendero, junto a un río que cien años después habían comido los rastrojos y esa sequía que ya figuraba en los libros. A veces eran violetas, y otras, margaritas, aderezadas con tallos verdes de plantas sin nombre.

El hombre que siempre lleva flores aprendió que una casa adornada y llena de colores esquiva mejor los ratos tristes, porque a cualquier visitante lo persuaden el olor dulce de los tulipanes, la elegancia de unos narcisos o lo clásico de un manojo de rosas. Llamar la atención es la especialidad de las flores, capaces de ocultar que va tocando limpieza o que los muebles tienen décadas a la espalda.

Suele comprar flores en el puesto de la plaza que hay junto a la sucursal bancaria en que sabe trabajará el resto de su vida. Esta circunstancia no es buena ni mala, sino un hecho que solo el infortunio se llevaría por delante.

La florista le despacha siguiendo un orden milimétrico de su estado de ánimo, ajustado a la temporada. No hay mejor cliente que ese, que compra flores porque le gustan, y no para regalarlas a su esposa o visitar a un enfermo. Por eso le adjunta cuando puede una flor a solas, de otra clase y color, para que la lleve en la mano y se aprenda de memoria sus características principales, y busque en Internet dónde crece y qué necesita, a qué sentimientos se asocia, su tasa de supervivencia, su nombre en latín.

El hombre que siempre lleva flores se dio cuenta de que las mujeres aprecian su gesto porque presumen que una de ellas será la destinataria de los ramos. Le gustaría contarles la verdad a todas, pues ni siquiera la que cenará con él podría apropiarse de su gesto. No obstante, tampoco desaprovecha la oportunidad de que lo crean sensible, interesante y adulador, cosas que benefician su reputación en el banco, con las señoras de edad y acaudaladas, y mejora la atención que le dispensan en casi todos los comercios del barrio. Quién no se aprovecharía de una imagen tan propensa a lo anormal.

Su mujer coloca los ramos de flores en jarrones comprados en numerosos países, que han superado la prueba de viajar envueltos en chaquetas y comprimidos en bolsas de viaje. Son, como le gusta llamarlos, «recipientes transoceánicos, intercontinentales, ultragalácticos», y albergan en pocos centímetros cúbicos muchas de las alegrías de su casa.

Distribuir hojas y ramas, desdoblar pétalos, todo eso lo hace ella dentro de un proceso automático durante el cual nada de lo demás apremia. El hombre que siempre lleva flores se desviste, mientras tanto, y se prepara para que ambos saquen a pasear al perro, un cocker spaniel que los recibe enredándose en sus piernas, ajeno a las decisiones del día de las personas, impaciente por acercarse a un árbol.

Los dos juntos salen del piso vestidos de informal, la correa del perro en la mano del hombre, una bolsita para recoger los excrementos, en la de la mujer. Durante los veranos, las faldas de algodón de ella recrean la panorámica de una sombrilla a pie de playa, y entonces resulta más fácil asumir que a esa jornada seguirá otra, también laboral, hasta que a mediados de julio carguen el coche con dirección a la costa. Hacer planes en mitad del calor urbano los convierte en un matrimonio convencional. Cuando pasean en dirección al parque, solo se les vienen a la memoria la caléndula y la verbena, dos flores que únicamente crecen con sol.

 

La mujer que duerme en el hospital

5 Feb

Aprieta con las manos un pañuelo de flores. Los primeros días, el pañuelo está mojado por las lágrimas y el agua de su nariz. A medida que pasan las semanas, ya seco, lo utiliza para entretener el tiempo cuando camina, pasillo arriba y abajo, y estirar las piernas o dejar que limpien la habitación. No es el mismo pañuelo, pero ninguna de las personas que la ve piensa en eso.

La mujer que duerme en el hospital no es una paciente. Tampoco dedica demasiados minutos a recordar cómo era su vida antes del ingreso, cuando se maquillaba para ir a trabajar. Cuando quedaba con unas amigas para cenar. Cuando telefoneaba para pedir cita con el dentista. A veces, en mitad de la noche y en vela, piensa en que un pequeño fallo del cuerpo basta para destruir la rutina más estable. Ese picor, una inoportuna parálisis, sangre en la ropa, dolor.

No se queja pese a que hace meses que no duerme profundamente dos horas seguidas. Las canas se han adueñado de su cabello, como los tics del resto de su esqueleto. En cuanto deja de obsesionarse con no hacerlo, se mordisquea las uñas, masajea el lóbulo de su oreja izquierda, guiña ambos ojos, tiembla. La carne y los huesos corren, separados del cerebro y su libreto con órdenes.

La mujer que duerme en el hospital ha construido un hueco en el diminuto armario que hay a los pies de la cama. Allí guarda jabón, el cepillo de dientes y crema hidratante. Ocuparse de alguien significa descubrir lo poco que casi nada es necesario, las cosas que sobran, los vacíos.

Mira por la ventana, mientras desea que el pronóstico mejore, y al cabo de varios días, quiere que lo que deba ocurrir pase cuanto antes, como si llamar a la desgracia fuera suficiente para conseguir aceptarla deprisa.

Acaricia la mano de la persona que, tendida en la cama, solo puede ofrecer su gesto manso por efecto de la química. Cierra los ojos y se esfuerza en revivir escenas felices de ese pasado que en el hospital parece no haber tenido lugar. Pero no puede; los ruidos del hospital interfieren en las imágenes, las borran y acaban con todo trazo de lo bueno.

La mujer que espera en el hospital sabe que esos episodios ocurren, que los malos ratos conllevan malos días, peores años, tragedias. También sabe, porque ya lo ha visto o lo ha vivido, que el final de tales historias da luego paso a una oscuridad desvelada poco a poco. Será otra vida, sin la persona tendida en la cama. No la suya de antes, sino otra, suya también, pero distinta. A estrenar. Sin embargo, no tener constancia de que aquello acabará tampoco supone un consuelo. Es, más bien, parada obligatoria para seguir el viaje.

Se recoge el pelo para prolongar su apariencia aseada. Le disgusta ser capaz de renunciar a toda la coquetería, a un poco de perfume o un peinado cuidadoso. Cree que ninguna mujer debería verse obligada a la austeridad de los acompañantes. La belleza afeada empeora el panorama. Ella lo siente más hondo cuando llegan las rondas de médicos y enfermeros que huelen bien, a colonia y a descanso, que visten ropa planchada y fueron a la peluquería el día anterior. Se pregunta qué pensarán de toda esa gente enferma o rodeada de pálidos en pie que arrastran en silencio su temor de a todas horas. Médicos y enfermeras llegan, interrogan, responden, y después se marchan, y a su espalda queda un cuarto de presencias transitorias.

La mujer que duerme en el hospital conoce de memoria la programación de los canales de la televisión. La deja de fondo para abstraerse del rumor de las máquinas, de los pitidos, las toses y las quejas. Pero ningún ruido silencia lo que no se quiere oír.

Si acuden visitas, personas de fuera que llevan noticias, agradece su delicadeza e interés, aunque no tarda demasiado en desear que se marchen. Lejos de renunciar a la compañía de parientes y conocidos, no es capaz de controlar su tendencia a parecer desolada. Sabe, porque también lo sabe, que la desolación incomoda, así que no quiere disgustar a nadie.

Cada noche, agradece el rato de silencio que sigue al cambio de turno.

La mujer que duerme en el hospital extraña la intimidad de su casa. No está segura de ser capaz de retomar lo agradable con la celeridad necesaria como para hacerlo naturalmente. Sonríe poco, y casi siempre, a quien está metido en la cama. Ella no está conforme con su última tendencia a dejarse ir. Opina que ambos le deben a la enfermedad un respeto, y por ello, la mayor resistencia que jamás plantaron frente a nada. Se le hace insoportable que perder signifique asimismo morirse.

En secreto, quiere hacer planes que la empujen a una felicidad diferente a la que ya tuvo. Sueña con palmeras, rascacielos y reuniones de antiguos alumnos. Tiene la sensación de que debe ver el mundo desde otro lado hasta que el suyo propio cicatrice bien. Cuando quiere darse cuenta, es tarde y conviene cerrar los ojos. La mujer que duerme en el hospital debe descansar un poco antes de seguir esperando.