Una de libros: Jesús Carrasco y el talento bajo sospecha

18 Feb
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Jesús Carrasco, por Claudio Álvarez

El nombre de Jesús Carrasco me llegó por casualidad. En una conversación con una amiga, lo citó refiriéndose a él como un conocido que, tras una mala época, había escrito su novela. De forma completamente inesperada, le habían comprado los derechos en más de diez lenguas extranjeras y estaba a punto de publicarlo en España, con Seix Barral.

Mi experiencia en el negocio editorial me susurraba que semejante exitazo solo podía deberse a dos cosas: que viniera avalado y/o apadrinado por alguien de mucho más recorrido, o que hubiera escrito algo transformable en un best-seller. Esto último casa bien con la impresión que tengo de Elena Ramírez, con quien coincidí en Alfaguara cuando yo era becaria, y ella, editora. Ahora, casi veinte años más tarde, es la directora editorial de Seix Barral. Tiene, creo, buen olfato para las ventas, y me gustaría pensar que también para la literatura.

Después de la primera vez que escuché «Jesús Carrasco», me encontré su nombre en no menos de una docena de entrevistas, reportajes y reseñas, a cuenta de Intemperie (Seix Barral, 2012). En todas decía que «escribía de manera privada» y se insistía en la importancia del lenguaje para él. Me salto las referencias a su parecido con McCarthy y Delibes, fabricadas por la nota de prensa y repetidas hasta la náusea, aunque tal similitud haya sido fruto de la alucinación laboral. Si he de elegir, me quedo con este resumen de virtudes y defectos escrito por Carlos González Peón.

Con estos antecedentes, en cualquier otro caso nunca habría leído Intemperie. Tengo por costumbre no atreverme con nada que haya visto leer en el metro a más de diez personas en un periodo de quince días. La suerte de Carrasco fue que estoy convaleciente, y ni monto en metro ni he podido contar los ejemplares de sus viajeros. Así que empecé a leerlo, animada por Fernando Aramburu, poco dado a elogiar por nada.

ImageIntemperie es una novela corta que ha aterrizado en un momento de hambruna editorial, o mejor dicho, general. Su papel tiene un gramaje muy inferior a las novelas editadas por el mismo sello cuatro años atrás, en una coincidencia interesante con el páramo que describe.

Las primeras treinta páginas resultan abrumadoras: la prosa rescata palabras sin usar, y gracias a la represión del epíteto fácil, alcanza una belleza muy grata para los amantes de la prosodia. Carrasco escribe muy bien y cuenta con arte la historia que transportó en su cabeza cuando la vida era ir y venir de currar, escribir, acostarse. Hay que reconocerle eso, como mínimo; España no se distingue por animar a cuidar el verbo, y el que lo hace debe ser retribuido.

En cuanto a la historia, la simpleza del argumento (un niño que huye de un alguacil, un cabrero que lo ayuda, una escapada sin fin por un predio rústico que no termina) ha dado origen a un conjunto de alabanzas muy extrañas, pero lo cierto es que a mí esta trama en que todo lo que ocurre ya ha sucedido, y durante el libro se intuye, me basta para un cuento. Lo digo porque el cuento acoge muy bien experimentos de narración minimalista, como este en que hacen falta seis párrafos para decir que el niño encendió una hoguera, y para cuando la enciende, la ansiedad del lector le hace desear que arda el niño, arda la tierra y el mundo entero.

A mí me exasperan los libros que se pasan el tiempo fingiendo ir a contar algo. Este podría ser uno de esos libros, si bien es cierto que, palabras mayores, El viejo y el mar (Ernest Hemingway: The old man and the sea, 1952), considerado la última gran novela de Hemingway, tampoco destaca por la acción.Image

Para decirlo más claro, este libro es carne de culto, porque para contar bien poco emplea el autor un acervo léxico para el aplauso, y genera expectativas en el que lee. Me apetecía incidir en eso porque no siempre se valora que los autores sean capaces de hacer algo que en la propia existencia ya se antoja complicado. De este modo, Carrasco despunta porque escribe bien, y aunque los libros sean por fuera iguales, la forma de dentro permite distinguirlos muy bien entre sí. Lo anterior no impide que el sobo mediático a que nos han sometido con él haya contribuido a rechazarlo. Si te venden algo como lo más, supongo que tu cabeza asume que el producto es carne de teletienda.

La cuestión es que nadie a quien gusten los argumentos cotidianos y los escenarios reconocibles, y que prescinda de las fábulas por consejo médico debería leer Intemperie. Sin embargo, si uno se recrea en la palabra y es capaz de abstraerse de la campaña pro Carrasco para poner bajo sospecha su triunfo, le aconsejaría que le diera una oportunidad. Aun cuando este acabara siendo un libro que no recuerde o que jamás regale. Y quizá por eso.

 

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