La mujer que duerme en el hospital

5 Feb

Aprieta con las manos un pañuelo de flores. Los primeros días, el pañuelo está mojado por las lágrimas y el agua de su nariz. A medida que pasan las semanas, ya seco, lo utiliza para entretener el tiempo cuando camina, pasillo arriba y abajo, y estirar las piernas o dejar que limpien la habitación. No es el mismo pañuelo, pero ninguna de las personas que la ve piensa en eso.

La mujer que duerme en el hospital no es una paciente. Tampoco dedica demasiados minutos a recordar cómo era su vida antes del ingreso, cuando se maquillaba para ir a trabajar. Cuando quedaba con unas amigas para cenar. Cuando telefoneaba para pedir cita con el dentista. A veces, en mitad de la noche y en vela, piensa en que un pequeño fallo del cuerpo basta para destruir la rutina más estable. Ese picor, una inoportuna parálisis, sangre en la ropa, dolor.

No se queja pese a que hace meses que no duerme profundamente dos horas seguidas. Las canas se han adueñado de su cabello, como los tics del resto de su esqueleto. En cuanto deja de obsesionarse con no hacerlo, se mordisquea las uñas, masajea el lóbulo de su oreja izquierda, guiña ambos ojos, tiembla. La carne y los huesos corren, separados del cerebro y su libreto con órdenes.

La mujer que duerme en el hospital ha construido un hueco en el diminuto armario que hay a los pies de la cama. Allí guarda jabón, el cepillo de dientes y crema hidratante. Ocuparse de alguien significa descubrir lo poco que casi nada es necesario, las cosas que sobran, los vacíos.

Mira por la ventana, mientras desea que el pronóstico mejore, y al cabo de varios días, quiere que lo que deba ocurrir pase cuanto antes, como si llamar a la desgracia fuera suficiente para conseguir aceptarla deprisa.

Acaricia la mano de la persona que, tendida en la cama, solo puede ofrecer su gesto manso por efecto de la química. Cierra los ojos y se esfuerza en revivir escenas felices de ese pasado que en el hospital parece no haber tenido lugar. Pero no puede; los ruidos del hospital interfieren en las imágenes, las borran y acaban con todo trazo de lo bueno.

La mujer que espera en el hospital sabe que esos episodios ocurren, que los malos ratos conllevan malos días, peores años, tragedias. También sabe, porque ya lo ha visto o lo ha vivido, que el final de tales historias da luego paso a una oscuridad desvelada poco a poco. Será otra vida, sin la persona tendida en la cama. No la suya de antes, sino otra, suya también, pero distinta. A estrenar. Sin embargo, no tener constancia de que aquello acabará tampoco supone un consuelo. Es, más bien, parada obligatoria para seguir el viaje.

Se recoge el pelo para prolongar su apariencia aseada. Le disgusta ser capaz de renunciar a toda la coquetería, a un poco de perfume o un peinado cuidadoso. Cree que ninguna mujer debería verse obligada a la austeridad de los acompañantes. La belleza afeada empeora el panorama. Ella lo siente más hondo cuando llegan las rondas de médicos y enfermeros que huelen bien, a colonia y a descanso, que visten ropa planchada y fueron a la peluquería el día anterior. Se pregunta qué pensarán de toda esa gente enferma o rodeada de pálidos en pie que arrastran en silencio su temor de a todas horas. Médicos y enfermeras llegan, interrogan, responden, y después se marchan, y a su espalda queda un cuarto de presencias transitorias.

La mujer que duerme en el hospital conoce de memoria la programación de los canales de la televisión. La deja de fondo para abstraerse del rumor de las máquinas, de los pitidos, las toses y las quejas. Pero ningún ruido silencia lo que no se quiere oír.

Si acuden visitas, personas de fuera que llevan noticias, agradece su delicadeza e interés, aunque no tarda demasiado en desear que se marchen. Lejos de renunciar a la compañía de parientes y conocidos, no es capaz de controlar su tendencia a parecer desolada. Sabe, porque también lo sabe, que la desolación incomoda, así que no quiere disgustar a nadie.

Cada noche, agradece el rato de silencio que sigue al cambio de turno.

La mujer que duerme en el hospital extraña la intimidad de su casa. No está segura de ser capaz de retomar lo agradable con la celeridad necesaria como para hacerlo naturalmente. Sonríe poco, y casi siempre, a quien está metido en la cama. Ella no está conforme con su última tendencia a dejarse ir. Opina que ambos le deben a la enfermedad un respeto, y por ello, la mayor resistencia que jamás plantaron frente a nada. Se le hace insoportable que perder signifique asimismo morirse.

En secreto, quiere hacer planes que la empujen a una felicidad diferente a la que ya tuvo. Sueña con palmeras, rascacielos y reuniones de antiguos alumnos. Tiene la sensación de que debe ver el mundo desde otro lado hasta que el suyo propio cicatrice bien. Cuando quiere darse cuenta, es tarde y conviene cerrar los ojos. La mujer que duerme en el hospital debe descansar un poco antes de seguir esperando.

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