El hombre que siempre lleva flores

6 Feb

Debe la costumbre a su madre, una mujer de pueblo que jamás regresaba del paseo vespertino sin su ramito de flores. Le gustaba recogerlo a orillas del sendero, junto a un río que cien años después habían comido los rastrojos y esa sequía que ya figuraba en los libros. A veces eran violetas, y otras, margaritas, aderezadas con tallos verdes de plantas sin nombre.

El hombre que siempre lleva flores aprendió que una casa adornada y llena de colores esquiva mejor los ratos tristes, porque a cualquier visitante lo persuaden el olor dulce de los tulipanes, la elegancia de unos narcisos o lo clásico de un manojo de rosas. Llamar la atención es la especialidad de las flores, capaces de ocultar que va tocando limpieza o que los muebles tienen décadas a la espalda.

Suele comprar flores en el puesto de la plaza que hay junto a la sucursal bancaria en que sabe trabajará el resto de su vida. Esta circunstancia no es buena ni mala, sino un hecho que solo el infortunio se llevaría por delante.

La florista le despacha siguiendo un orden milimétrico de su estado de ánimo, ajustado a la temporada. No hay mejor cliente que ese, que compra flores porque le gustan, y no para regalarlas a su esposa o visitar a un enfermo. Por eso le adjunta cuando puede una flor a solas, de otra clase y color, para que la lleve en la mano y se aprenda de memoria sus características principales, y busque en Internet dónde crece y qué necesita, a qué sentimientos se asocia, su tasa de supervivencia, su nombre en latín.

El hombre que siempre lleva flores se dio cuenta de que las mujeres aprecian su gesto porque presumen que una de ellas será la destinataria de los ramos. Le gustaría contarles la verdad a todas, pues ni siquiera la que cenará con él podría apropiarse de su gesto. No obstante, tampoco desaprovecha la oportunidad de que lo crean sensible, interesante y adulador, cosas que benefician su reputación en el banco, con las señoras de edad y acaudaladas, y mejora la atención que le dispensan en casi todos los comercios del barrio. Quién no se aprovecharía de una imagen tan propensa a lo anormal.

Su mujer coloca los ramos de flores en jarrones comprados en numerosos países, que han superado la prueba de viajar envueltos en chaquetas y comprimidos en bolsas de viaje. Son, como le gusta llamarlos, «recipientes transoceánicos, intercontinentales, ultragalácticos», y albergan en pocos centímetros cúbicos muchas de las alegrías de su casa.

Distribuir hojas y ramas, desdoblar pétalos, todo eso lo hace ella dentro de un proceso automático durante el cual nada de lo demás apremia. El hombre que siempre lleva flores se desviste, mientras tanto, y se prepara para que ambos saquen a pasear al perro, un cocker spaniel que los recibe enredándose en sus piernas, ajeno a las decisiones del día de las personas, impaciente por acercarse a un árbol.

Los dos juntos salen del piso vestidos de informal, la correa del perro en la mano del hombre, una bolsita para recoger los excrementos, en la de la mujer. Durante los veranos, las faldas de algodón de ella recrean la panorámica de una sombrilla a pie de playa, y entonces resulta más fácil asumir que a esa jornada seguirá otra, también laboral, hasta que a mediados de julio carguen el coche con dirección a la costa. Hacer planes en mitad del calor urbano los convierte en un matrimonio convencional. Cuando pasean en dirección al parque, solo se les vienen a la memoria la caléndula y la verbena, dos flores que únicamente crecen con sol.

 

2 respuestas to “El hombre que siempre lleva flores”

  1. Antonio 07/02/2013 a 4:54 PM #

    Plas, plas, plas. Enorme Mónica!

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